Hay poemas dadaístas mil veces más comprensibles que las crónicas periodísticas que van dando cuenta de la gangrena terminal de eso que se llamó Ezker Batua-Berdeak y ahora no existe forma de nombrar sin meter la pata. Sus protagonistas, embebidos hasta la alienación en la trifulca por el cobro de una herencia que en el mercado político vale menos que las siglas de la ORT, no se enteran de que el resto de los mortales, incluidos los que se sintieron quinto espacio, contempla el penoso espectáculo como una pelea en el barro pillada al azar en un zapping. A los tres segundos aburre. A los cuatro, provoca un bochorno infinito. Y a los cinco, el dedo busca en el mando una teletienda salvadora. Cualquier aspiradora mágica, cualquier ingenio que pique, corte, machaque y bata tiene más dignidad que esta reyerta macarril de nunchakus y puños americanos que nos están ofreciendo en abierto los que hasta ayer nos explicaban cómo había de ser el mundo perfecto.
Tenían recetas para todo —y no necesariamente descabelladas— pero les ha fallado el pequeño detalle de ser capaces de convivir en su propia casa. Confundieron la sana dialéctica, ese eterno ponerse siempre en cuestión, con la sospecha sistemática de que quien se sentaba a su mesa se llevaba una porción de tarta o de ego mayor. Y así no es que no se haga la revolución pendiente; es que se acaba a hostias de cien veces, cien, y desde el otro lado de la barricada, el presunto enemigo de clase se descogorcia de la risa.
En el pecado va la penitencia. Aquella fibrosa formación que mereció las simpatías de Saramago, Atxaga, Vázquez Montalbán o miles de votantes que no tragaban con la dieta obligatoria de carne o pescado agoniza en medio de la indiferencia general. Da lo mismo quién gane —¡en los juzgados, qué triste!— la pendencia de familia. El premio será un cadáver en avanzado estado de descomposición. Quedará enterrarlo, nada más.