Mi novia atravesando tu puerta con una mochila a la espalda. ¿Escribes tú el cuento de la mujer-caracol que llevaba su casa a todas partes o lo escribo yo? Me da, Ramiro, que al final, la historia se quedó inédita. Aunque te negabas a creerme y hasta me publicaste a traición los dos únicos relatos —patéticos, qué bochorno solo al recordarlo— que he escrito en mi vida, lo mío nunca fue la ficción. Y tú, sin embargo, ya tenías suficientes tramas para quince o veinte vidas más.
Si no me falla la memoria, andabas enfangado por entonces no sé si en la segunda o la tercera entrega de Verdes valles, colinas rojas. Guardo entre mis reliquias la recia (auto)edición original de Libropueblo que me regalaste junto a casi todas tus obras anteriores. Quién iba a imaginar, seguro que ni siquiera tú mismo, que dos décadas después, aquel océano de páginas se convertiría en el gran fenómeno narrativo —¡y comercial!— del que todo el mundo se hacía lenguas. Ahí sí que hay otra novela: la del escritor que, sin dejar de serlo ni un solo minuto de su existencia, regresó de un olvido mitad voluntario, mitad impuesto por los caprichos del mercado, para ocupar el sitio que siempre le había correspondido.
Eso ocurrió bastante después de nuestra despedida. Ni apartaste los ojos de la pantalla en blanco y negro del MacIntosh, tan grande era tu decepción por mi abandono. La justa revancha fue borrarme de tu mente. “¿Y dices que trabajaste conmigo cuatro años en la revista? Pues te juro que no caigo”, me soltaste en el que fue el primer y último reencuentro. Otra de tantas enseñanzas que te debo. Gracias por todo, Ramiro.