Algún día explicaré por qué ni creo en la reconciliación ni la considero, siquiera, un elemento imprescindible para que empatemos en bondad o en maldad con cualquier colectividad humana que paste en el planeta. También llevo diez columnas pendientes sobre la memoria (¿la hay sin olvido?), la dignidad y la justicia, palabras seguramente tan bellas como vacías, especialmente según quién y por qué las pronuncie o escriba. Me temo, sin embargo, que hoy sólo tengo espacio para otra de las bienintencionadas letanías que nos arrojan como pétalos de alelí en la puerta de este tiempo que intentamos estrenar: eso que llaman el “relato compartido”.
Me maravilla la ingenuidad que hay detrás de tal idea. Parece que alguien tiene el convencimiento de que este pueblo, donde la instalación de una farola o la alineación de un equipo de fútbol dan lugar a controversias que convierten en broma a Bizancio, es capaz de ponerse de acuerdo en medio santiamén sobre cómo han sido los últimos cincuenta años. Se meten todas las versiones en una Turmix, potencia máxima durante tres minutos, et voilá: el potito resultante será la media aritmética de todas las narraciones, la crónica canónica de aceptación obligatoria. Cualquiera que haya trasteado mínimamente en una cocina sabe que de ahí no saldría más que un engrudo intragable.
No nos vendría mal una gotita más de realismo. Acabamos de conseguir el agua corriente y damos por hecho que mañana tendremos Jacuzzi. Al ponernos metas imposibles —por más hermosas que sean— compramos boletos para un nuevo desengaño. Este, además, perfectamente evitable. ¿Qué tienen de malo los relatos individuales? Los habrá realistas, íntimos, descarnados, cálidos, gélidos, frescos, pútridos, humanos, parahumanos, exagerados y hasta inventados de la pe a la pa. Que cada cual lea y escuche los que quiera y haga su propia compilación. Será tan o tan poco verdad como cualquier otra.