Posiblemente seré un iconoclasta casi en el sentido literal del término, pero debo confesar que el episodio del San Jorge de Lizarra convertido en algo similar a un Airgamboy no me parece tan terrible como se ha pretendido. Ojalá, de hecho, todas las cuestiones que nos ocupan tengan la misma la gravedad que esta. Ocurre, me temo, que hemos convertido la indignación en una moda, y no perdemos la oportunidad de manifestar nuestra-más-enérgica-protesta a la mínima que salta. Ni siquiera caemos en la cuenta de que nuestro postureo —a mi me sigue gustando más decir impostura— nos delata. Si de verdad tuviéramos el aprecio infinito que exhibimos por el arte religioso antiguo, es altamente probable que jamás se hubiera dado este sucedido. Primero, porque que no se habría permitido que una talla presuntamente tan valiosa estuviera decenios acumulando roña. Segundo, porque bajo ninguna circunstancia la responsabilidad de adecentarla habría recaído en un taller de manualidades.
Por lo demás, hay también varios aspectos positivos derivados de la pequeña polvareda. Por una parte, ha servido para enterarnos de que, más allá del San Jorge sobremaquillado, Lizarra guarda un gran tesoro histórico que merece la pena conocer. Y lo fundamental, según leemos a los entendidos, es que el estropicio tiene remedio. Aunque sea más caro, ahora que la pieza se ha hecho tan famosa, se me ocurren formas de rentabilizar la restauración convirtiéndola en reclamo. La lástima es que no vayan a correr la misma suerte las decenas de miles de piezas de primera división artística e histórica que están muriéndose de asco en iglesias recónditas.