A Rajoy se le está poniendo cara de Nixon. Bueno, cara, y todo lo demás, que empieza a ser causa de asombro galáctico la maña que se da el registrador de la propiedad —parecía parvo cuando lo compramos— en la imitación de aquel trilero expelido a patadas de la Casa Blanca. Hay que ver, sin ir más lejos, de qué indelicada manera nos llamó gilipollas sin mudar el gesto en el monólogo de chicha y nabo que nos largó ayer desde la guarida central de los (presuntos) sobrecogedores. Nos mintió mirándonos a los ojos, que es habilidad reservada a los grandes canallas y, además de eso, el billete de ida sin vuelta a la desconfianza eterna. Si no resultaba fácil creerle hasta ahora, en lo sucesivo cada felipillo que salga de su boca será heraldo de una mentira. Por sistema, cuando nos diga que llueve, sospecharemos que se nos está meando encima.
No es que uno esperase de la tardía comparecencia un discurso de estadista o una de esas arengas que dejan ojos humedecidos y pelos como escarpias. Ya se sabe que Rajoy no es Churchill, ni siquiera Bielsa. Pero ni en el augurio más pesimista pensaba que nos iba a salir con el chiste autoparódico del gallego que por las noches mete un palmo las marcas de sus tierras en las del vecino y por las mañanas se pasea por la aldea diciendo “Eu non sei, eu non fun”.
¿Chapoteando sobre la inmundicia pestilente e inocultable, todo lo que nos tiene que decir es que estamos sufriendo una alucinación colectiva? ¿Que se trata de un embeleco creado por un malvado hechicero que le quiere mal? ¿Que cuando veamos las inmaculadas declaraciones de la renta de la cuerda de tipejos retratados en la caligrafía de Luis el Cabrón vamos a caer de rodillas implorando perdón por haber pensado mal? Iba a preguntar, por resumir, por quién nos toma, pero aparte de que ha quedado bastante claro, confieso que no me atrevo. Es posible que esté en lo cierto y que eso lo explique todo.