El asesinato de David Beriain y Roberto Fraile en Burkina Faso ha hecho que me invada el síndrome del impostor. No es nuevo. Me ocurre cada vez —y por desgracia, son muchas— que desde un país remoto hecho añicos llega la noticia de la muerte de un colega que intentaba contarnos una realidad que, no nos engañemos, nos importa un pimiento. Ahí es, de hecho, donde reside mi desasosiego, en la brutal desproporción que hay entre los lamentos por la pérdida de dos notarios de la incómoda realidad y el interés casi nulo por su trabajo. Por decirlo en pocas palabras, su labor solo nos interesa a título póstumo y, además, únicamente por un ratito, hasta que llega la siguiente información de impacto. No pasará demasiado tiempo antes de que olvidemos el lugar exacto donde dejaron el pellejo David y Roberto. Y suerte si retenemos sus nombres.
Con la autoridad que da haberse jugado la vida varias veces, Mikel Ayestarán sentenciaba ayer en Onda Vasca que los enviados a los lugares calientes valen lo que vale su última cobertura. Minutos después, Jon Sistiaga, que también sabe lo que es salir del infierno de milagro, cuantificaba el precio. De haber sobrevivido, Beriain y Fraile podrían haber vendido cada foto o cada crónica por lo que cuestan tres cubatas. Solo me consuela pensar que ellos eligieron vivir así.