No es verdad, por más que nos empeñemos y lo proclamemos con hueca solemnidad, que cada vez que se cierra un medio de comunicación la libertad recibe un mordisco. Básicamente, lo que ocurre es que se consuma un fracaso, por lo general —aunque no siempre— empresarial y de gestión, y que decenas o centenares de personas pierden su medio de vida. Una putada como un piano, pero no más gorda que cuando la china les cae, pongamos, a los currelas de una cadena de supermercados, de una empresa de limpieza o de una correduría de seguros. Con las torres tan altas que hemos visto venirse abajo, con las escabechinas laborales que nos toca contar a diario, lo que no se entiende es que no tengamos clarísimo que las próximas campanas pueden doblar por nosotros, soberbios miembros del gremio plumífero. Tenemos en contra la ley de probabilidades, el mercado, los caprichos del público, el grosor de los bolsillos, los zarpazos del gratis total, las bajezas políticas, la frialdad de los contables y, a veces, hasta el puñetero azar y la jodida mala suerte. Lo milagroso es seguir a flote. Pero insisto: enfrente del teclado o detrás del mostrador de una degustación.
Leo y escucho los lamentos funerarios por la liquidación fulminante de Canal 9 y compruebo que no hemos asumido nada de lo que describía. Por supuesto que siento en el alma la pérdida de empleos y los dramas personales que los acompañan. Sin embargo, ni la pena ni la empatía me impiden ver que no había otro fin posible para el medio gubernamental valenciano. Sí, gubernamental; público era, en todo caso, el dineral que engrasó la brutal maquinaria de propaganda del que gozaron sucesivos dirigentes de la Generalitat e instituciones afines. Y fue así con la aquiescencia de muchísimos de los que ahora se han quedado sin otro recurso que protestar detrás de una pancarta. ¿Será esta una lección para escarmentar en carne ajena? Mucho me temo que no.