Pierdo la cuenta de las veces que recuerdo que el infierno está empedrado de magníficas intenciones. Son intachables, seguramente, las que han inspirado la creación de una suerte de brigadillas para combatir los rumores negativos sobre la inmigración. La edición digital de Deia del pasado martes [Enlace roto.]. Completísima, como siempre, la información que aportaba Olga Sáez, pero como viene ocurriendo desde que internet nos obliga a compartir la autoría de lo que firmamos con cualquier lector que tenga a bien (o a mal) apostillarla, la noticia cobraba una nueva dimensión en los comentarios. Hasta cincuenta llegué a leer antes de agotar mi cupo de sapos y culebras. Con alguna excepción que era abrasada a votos negativos, la inmensa mayoría destilaba vitriolo contra la iniciativa, sus impulsores, los agentes que participan en ella y, por descontado, la comunidad foránea.
Me evitaría problemas, incluso de conciencia, si achacara ese torrente de glosas sulfúricas a media docena de trols ociosos que gastan mala baba, disfrutan embarrando el campo y de ningún modo son representativos de la opinión general. Ocurre que no aceptar la existencia de un problema es contribuir a que siga creciendo y, muy posiblemente, a convertirlo en definitivamente irresoluble. Ya apunté que en esta cuestión vamos camino de eso. La demagogia criminalizadora de toda la inmigración sin matices se da la mano con la demagogia buenrollista de los que niegan a los demás la realidad que viven día a día. ¿Seremos capaces de abandonar el trazo grueso?