Superar la repulsa

Tras la impotencia por el asesinato machista número ene, de nuevo la repulsa. Cada vez expresada con fintas y jeribeques verbales más hipnóticos. Aunque es inevitable lo de lacra que hay que erradicar, se van incorporando a los floridos discursos nuevos palabros que quieren decir mucho y se quedan en parrapla. Puros formulismos para llenar silencios, para cubrir el expediente, quizá también para tranquilizar la propia conciencia en la creencia de que un poco de blablablá es menos que nada. Ocurre que luego va la realidad y nos descojona el teorema, que salta por los aires junto a nuestras impecables intenciones. Otra muerta más, y otra, y otra, y otra. Y hay que repetirse o insistir, como decían atinadamente mis periódicos de referencia. De hecho, cualquiera que siga a este humilde plumilla sabe que la columna presente es prácticamente un calco de ni sé cuántas escritas en parecidas circunstancias.

En este punto, pregunto si es mucho pedir que esa insistencia trascienda las frases hechas. Ya no voy a abogar para que se actúe con firmeza, sin miramientos y dejándonos de rollitos pseudogarantistas siempre a beneficio del matón. Qué va, me conformo con algo más simple. Por ejemplo, en lugar de gastarse la garganta con la letanía de la educación, ¿qué tal si me acompañan a echarle unos salivazos dialécticos a aquellos de mis presuntos colegas que, fieles a su vomitiva costumbre, han vuelto a convertir en espectáculo amarillo chillón o marrón mierda el último crimen? Puede que sirva de poco, porque lo seguirán haciendo, pero qué menos que hacerles saber que son unos —¡y, ay, unas!— indeseables.

Periodismo sin alma

Cada vez que hay una tragedia, aborrezco mi profesión. Me ocurre desde que era un tribulete imberbe, y durante un tiempo albergué la esperanza de que los años me harían desarrollar una coraza contra este sentimiento en el que se mezclan, no sé en qué proporciones, la vergüenza ajena, el asco, la rabia, la impotencia… y las dudas sobre mi propia capacidad para ejercer un oficio tan desalmado. Compruebo horrorizado que es al revés: conforme colecciono canas y arrugas, el daño que me provoca ese cóctel es mayor.

Me ha servido para la enésima confirmación el accidente del Airbus Barcelona-Dusseldorf. De nuevo hemos asistido a la cacería inmisericorde de familiares angustiados para arrancarles, a modo de trofeo, unas lágrimas, unos balbuceos, o siquiera un gesto de desesperación para adornar una portada o el directo en la tele. ¿De cuánta inhumanidad hay que estar alicatado para ser capaz de acosar sádicamente a personas en estado de shock que ni saben por dónde les da el aire?

Sí, conozco la respuesta al uso. Que más cornadas da el hambre, que qué va a hacer un pobre jornalero del micro y la cámara, y que la culpa es de los editores o los jefes de redacción, que exigen carnaza. Y también me consta que los aludidos escurrirán el bulto con la martingala de lo chungalí que está el mercado o, como gran comodín, acusarán al público de no conformarse más que con casquería sanguinolienta o sentimentalona. No digo que no haya unos gramos de verdad en tales excusas, pero la mayoría de los que abrevamos en la alberca esta de la información sabemos que si quisiéramos, podríamos evitar ciertos espectáculos.

Lo que vende

No sé si sigue ocurriendo —tengo motivos para sospechar que sí—, pero en mis días de cliente de la facultad de ciencias de la información, cada tres por cuatro alguno de los que levitaban sobre la tarima nos cantaba las excelencias de A sangre fría, de Truman Capote. Según la loa al uso, ahí estaba todo lo que los tochos y los manualillos teóricos no alcanzaban a contarnos sobre el reportaje periodístico. El empapado a conciencia de aquellas páginas, exageraban, suponía una puerta de entrada al gremio plumífero mucho más cierta que la obtención del título oficial y equiparable a los entonces nacientes másteres donde se pagaba un pastón por trabajar… en los turnos más jodidos y en las secciones menos lucidas.

De esos polvos docentes, seguramente bien intencionados, viene gran parte del lodo amarillo que nos pone perdidos cada vez que tratamos de informarnos sobre cualquier cuestión, y de modo especial, cuando se trata de un suceso. Aunque al lector, oyente o espectador le bastarían —o deberían bastarle— un puñado de datos básicos, quiera o no, se encuentra bajo un bombardeo inmisericorde de detalles, pelos y señales de dudosa utilidad. Dirección exacta de víctimas y victimarios, situaciones sentimentales presentes y pasadas, historiales clínicos, currículos laborales, nacionalidades indicadas de forma implícita o explícita según proceda, que no falte un pormenor. Como aliño imprescindible, testimonios a tutiplén y sin desbastar del primero que se ponga a tiro, aunque solo pasara por allí: parecía un chico normal, ya se veía que era un cabrón con pintas, últimamente estaba muy raro… Cualquier gachupinada por el estilo vale para titular un despiece o, si es de enjundia, para encabezar el cuerpo principal. Eso vende.

Me temo que debo detenerme ahí. Si vende, es que está bien. Con lo chungo que va el oficio, solo faltaba que me pillaran apedreando mi propio tejado. Pues nada, por muchos años.