Pobreza material y de espíritu

Clink, clink, clink. Clonk, clonk, clonk. Ustedes perdonen, me pillan agitando frenéticamente la cabeza y eso que suena debe de ser mi conciencia rebotando contra la parte interna del occipital. No se alarmen. Es sólo una gimnasia de rutina que hago cada vez que el calendario oficial se pone grandilocuente. ¿Saben? Hoy no es sólo hoy, un domingo de otoño más con marianito a mediodía, fútbol por la tarde y depresión pre-inicio de semana por la noche. Como probablemente hayan leído en otras páginas de este mismo periódico, estamos en el Día Internacional Para la Erradicación de la Pobreza. Así, con todas esas mayúsculas bien marcadas para que el enunciado resulte más contundente. La mercadotecnia ha avanzado mucho desde que postulábamos con aquellas huchas con forma de negrito.

Creo, de hecho, que ese ha sido el progreso más sustancial, y sé que mi vecino Pérez puede venir a desmentirme armado con unas tablas que aseguran que nunca ha habido en el planeta tanta gente con los mínimos diarios de alimentación cubiertos. Triste consuelo. Siguen siendo centenares de millones de personas las que no llegan ahí y no se me acuse de demagogo si constato que desde que empezaron a leer este lamento hasta que han llegado a esta línea han muerto quince o veinte de esos desheredados de todo. Tal vez se consiga que sean unos cuantos menos, pero siempre dejaremos que haya los suficientes para marcar el contraste entre desarrollo y subdesarrollo, primer y tercer mundo, norte y sur.

Los malos oficiales

En el discurso al uso ahora vendría un dedo apuntando al voraz e inhumano capitalismo, impune causante e incansable ensanchador de todas las desigualdades. Y sí, son lo peor de lo peor esos emporios que arramplan con el coltán africano para nuestros móviles de última generación o aquellos otros que deforestan la Amazonía para que pasten las vacas que acabarán convertidas en esas hamburguesas con tan mala fama y tan grandes ventas. Esquilman los recursos naturales, provocan sangrientas guerras y desplazamientos arbitrarios de las poblaciones… Pero, ¿y lo tranquilizador que resulta tener un ogro expiatorio identificado?

Sitúo esas firmas en el primer puesto de mi ranking de culpables de la pobreza, pero anoto inmediatamente después a quienes, a este lado del paraíso, se recrean en la existencia de la miseria y alfombran con ella sus galerías de la solidaridad sedicente. Es fácil reconocerlos: mordisquean una onza de chocolate de comercio justo tal que si fuera un Ferrero Rocher. Por desgracia, son legión.

¿Objetivos de qué milenio?

Sabían lo que se hacían quienes en el año 2000 mandaron redactar una lista de buenas intenciones huecas y la bautizaron como “Objetivos del milenio”. Aunque se hayan marcado plazos presuntamente cercanos para su cumplimiento, tiene toda la pinta de que en su ánimo estaba no empezar a ponerse nerviosos hasta 2999, que es cuando caducará realmente el mentado milenio. Hasta entonces, tranquilidad y buenos alimentos… en el menú de sus cumbres, claro. Tenemos diez siglos casi enteros para seguir encogiéndonos de hombros y haciendo zapping cuando la imagen de nuestros vecinos de planeta “menos favorecidos” -toma eufemismo- se nos cuele en el plasma de 42 pulgadas.

¿Demagogia? Sí, lo reconozco. Sé que acabo de retratar una realidad compleja en un burdo brochazo y que ni la mayoría de ustedes ni yo tenemos el tal plasma gigantesco. Y tambien estoy completamente seguro, porque tengo ojos en la cara, de que algunas de esas lacras retratadas en los famosos objetivos no son una plaga exclusiva de lo que un día empezamos a llamar -y así se quedó- tercer mundo. De hecho, es eso mismo lo que me ha deslizado por la pendiente demagógica, que en este caso es otra de las caras de la impotencia que provoca estar convencido de que ni el hambre ni la pobreza van a desaparecer jamás de la faz de la tierra.

Solidaridad y negocio

Admiro a quienes luchan a pie de obra por demostrar lo contrario con la misma intensidad que detesto a quienes han convertido la desgracia de medio globo en su paradójica forma de prosperar. Hoy buena parte de la solidaridad, “g” o “no g”, gubernamental o no, es un negocio que se mueve con leyes idénticas a las de cualquier otro tipo de comercio. Del mismo modo que hay empresas que suministran cachivaches fabricados en serie para ambientar un pub irlandés, existen firmas que te montan de un modo eficaz y profesional una exposición subvencionable o unas jornadas sobre hambrunas, con ponentes a chopecientos mil el bolo alojados en el Sheraton. Me encantaría estar exagerando, pero esto último ocurrió hace no mucho tiempo en el palacio Euskalduna.

Como sucede con los sindicalistas vividores y los auténticos luchadores obreros de los que hablábamos hace unos días, los solidarios de conveniencia y los de verdadera conciencia -que afortunadamente son muchos- se mueven en el mismo territorio sin mayores conflictos. Tal vez habría que añadir un noveno objetivo al catálogo que entretiene estos días a los barandas del mundo en Nueva York: señalar y denunciar a los que pastan en la miseria ajena.