Para mi el tal Dominique Strauss-Kahn es un culpable de manual. No me refiero a la acusación de violación a una limpiadora de un hotel de lujo, que eso se tendrá que determinar después de una investigación y un proceso que deberían observar todas las garantías, aunque dos y dos suelen ser cuatro. Ese delito (no sé si técnicamente cabe llamarlo crimen) coronaría un currículum plagado del tipo de fechorías de cuello blanco y mocasines hechos a medida que no suelen dilucidarse ante la llamada Justicia porque se cometen a plena luz del día y, para más dolor, de acuerdo y/o en directa connivencia con la legalidad vigente.
La bragueta desbocada por la que ahora parece estar agarrado el mandamás del Fondo Monetario Internacional es una alegoría perfecta de su proceder a lo largo de toda su carrera. El fulano que aleccionaba al mundo sobre cómo aplicar la guadaña a la mugrienta chusma tiraba a discreción de Porsche, caviar y suite de tres mil dólares la noche. Se consideraba con derecho universal de pernada sobre vidas y haciendas y no solamente nadie se atrevía a desmentirlo, sino que el individuo pasaba por ser la gran baza del Partido Socialista francés para vencer a Sarkozy. ¿Quién teme a la derecha con esa presunta izquierda que apesta a Givenchy y actúa como la peor aristocracia medieval?
Ahí es donde tenemos el problema. Strauss-Khan no es una rareza episódica. Su comportamiento de virrey caprichoso es el acostumbrado entre esa casta suprema que camina entre las nubes y decide con indolencia sobre el presente y el futuro de los simples mortales que desde su posición ven como hormigas. Jamás les rozará ni por error la crisis creada y alimentada por ellos mismos que les sirve para justificar cada nuevo recorte. Se saben intocables, y por eso el único consuelo que nos queda es que de tanto en tanto haya una camarera que se lo juegue todo para poner en aprietos, por lo menos, a uno.