Es gracioso que existiendo más bien poco, la libertad de expresión y la pluralidad informativa estén tantas veces amenazadas de muerte. Más despiporrantes, incluso, suelen ser los motivos por los que se dan los rasgados de vestiduras y los toques a rebato. El último es de antología. Ahora resulta que vamos a ser menos libres porque a partir del martes desaparecen, sentencia del Tribunal Supremo mediante, nueve canales de la TDT. ¿Alguno de actualidad, cultura, educación, debates sosegados? Miren, esos simplemente no existen, así que no se pueden quitar. Entre los menos infumables de los que se van a negro están un par que de vez en cuando ponen una peli maja festoneada de mil anuncios y autopromos o, como mucho, un documental medianamente simpático. Lo demás es pura morralla catódica: culebrones rancios, series del año de la polka, teletiendas a tutiplén y seudotertulias con el facherío cañí dándolo todo.
Ya ven qué inmensa pérdida. La única real, la del puñado de currelas en precario despachados a la empresa con mayor número de profesionales de la comunicación adscritos e inscritos, es decir, el Inem. Con ellos cabe toda la solidaridad. No, desde luego, con los que están encabezando la llantina, que son —con un par y medio— los dueños de los grandes emporios de la comunicación en España. Los mismos que impiden que asome la cabeza cualquier alternativa a sus potitos plañen ahora porque se tienen que desprender de una ínfima parte de lo que ni siquiera es suyo porque, como recoge la sentencia, se lo concedieron por el morro. Perder un privilegio no es injusticia sino exactamente lo contrario.