Más a menudo de lo que quisiera, me toma al asalto un inoportuno pero también ineludible sentimiento piadoso hacia quienes, friamente examinados, sólo merecerían desprecio. Un confesor lo llamaría compasión. Un psicoanalista hablaría, como si no se lo estuviera inventando según lo dice, del síndrome del leñador ante el árbol caído. Y ahora que lo he escrito, por ahí va, sí, el contradiós emocional que trato de describirles, al que en el momento actual pueden ponerle un nombre propio para ver si lo comprenden mejor: Iñaki Urdangarín.
La profusa descripción de sus andanzas debería situarme de oficio junto a ese inmenso pelotón de linchamiento al que se acaba de unir —¿tú también, suegro mío?— el mismísimo Borbón mayor, demostrando, igual que el 23-F, que su prioridad es poner a salvo su campechano culo. Sin embargo, donde los demás ven (con razón, por añadidura) un medrador sin escrúpulos, yo apenas alcanzo a atisbar al clásico pobre niño rico. Es cierto que más cornadas da el hambre y que en el andamio se las pasa uno más putas que bartoleando en un despacho con cuadros de Mariscal y Miró. Pero se me ocurren pocas aflicciones tan profundas como tenerlo todo y seguir queriendo más, como saber que aunque te bebas un río entero no se te calmará la sed. Si eso no es la locura, le quedan diez minutos.
Y luego está el dilema con el que nos hacía pensar mi viejo y excéntrico profesor de latín: ¿Quién tiene más pecado, el que peca por la paga o el que paga por pecar? Al yerno insaciable le va a caer (ya le está cayendo, de hecho) una penitencia de pantalón largo. ¿Qué hay de la legión de pelotas, vivillos o las dos cosas que le extendieron los cheques por ser vos quien sois y con el tafanario hecho pepsicola pensando en el pelotazo que iban a pegar? Tony Leblanc nos enseñó que en los timos de la estampita o el tocomocho suele ser bastante más sinvergüenza el estafado que el estafador.