Desde Boabdil para acá han corrido ríos de lágrimas por lo que no se ha sabido defender. Suele ser lo único que queda, llorar y patalear hasta que se encuentra una distracción o un motivo nuevo y siempre mayor para el berrinche. Ahora toca hacerlo por los derechos que se esfuman en el birli-birloque de una reforma laboral que, para colmo, sabemos de sobra que tendrá corrección y ampliación en cuanto se encuentre una excusa. Vayamos preparando los pulmones para otra llantina porque esto no ha hecho más que empezar.
Lo que no procede es llamarse a engaño ni trampearse en el solitario. Si el Gobierno del PP se ha tirado a esta piscina es porque sabía que no se iba a dejar la crisma. Por algo ganó unas elecciones hace dos meses y medio con una mayoría aplastante. Se ve que los que se quedan en casa viendo Sálvame o los culebrones de la primera son más que los que bajan al asfalto o, como sucedáneo, al Twitter a protestar. Esa lucha final en la que habríamos de agruparnos todos y alzarnos con valor fue hace mucho tiempo y se perdió. La prueba es que La Internacional se ha convertido en un karaoke de fin de fiesta para partidos con militantes que entre rojez y rojez te aleccionan en una conversación sobre las diez mejores ginebras o lo que va de un jamón de Joselito a un Cinco Jotas.
Anteayer mismo, uno de los susodichos, diputado con varios millones de euros en diferentes cuentas que apoyó dos reformas laborales y ni se sabe cuántos recortazos cuando sus siglas gobernaban, clamaba contra el vil saqueo de Grecia. Él, que sólo la pisa al bajarse del coche oficial para ir de jarana, pedía que el pueblo tomara la calle. ¿Es con ese con el que debo compartir la pancarta? No sabe ya uno ni quién es el enemigo de clase, y se tiene que acoger al comodín del público, a saber, “el empresario”, perverso genérico que engloba a Amancio Ortega y a la sufrida propietaria del bar de la esquina.