“50 horas en el aeropuerto sin agua. Nos han tratado como a perros”, moqueaba las penas de Murcia, o sea, las de Katmandú, un enfadadísimo turista (silabeo: tu-ris-ta) español que, además de poder contarlo, a esta hora duerme plácidamente en su casa mientras decenas de miles de nepalíes solo tienen escombros a su alrededor. Los que no han perdido la vida, claro. Como comentaba alguien en Twitter, el gachó debió de pensar que con la pulserita del hotel tenía prioridad en el rescate.
No quisiera generalizar, porque me consta que no todos los forasteros a los que les sorprendió el terremoto han mantenido la misma actitud. Sin embargo, este y otros berrinches de occidental mimado han sido lo suficientemente frecuentes —véanse los titulares, incluso de este mismo diario— como para que nos detengamos a pensar en su significado. Comprendo, cómo no hacerlo, el tremendo susto, la zozobra, y seguramente la angustia por vivir una experiencia límite. Pero justo hasta ahí. El resto es pataleo de pésimo gusto que delata una nula empatía y, en el mismo bote, ese neocolonialismo paternalista que rezuman —creyendo ellos y ellas lo contrario— estos Marco Polos de Decathlon.
En uno de mis libros de cabecera, La tentación de la inocencia, Pascal Bruckner señala la querencia por la autovictimización tantas veces gratuita que gastamos en la parte fetén del mundo. En el afán por monopolizar el infortunio, nuestros contratiempos de andar por casa acaban eclipsando el sufrimiento genuino y las auténticas tragedias. A los del lado chungo del planeta les hemos expropiado hasta la posibilidad de sentirse desgraciados.