La UEFA empezó esta semana vomitando fuego contra la ya malograda Superliga porque el invento de Florentino suponía una mercantilización intolerable del fútbol. Si no conociéramos a esa banda que ya hace cuarenta años José María García calificaba como chupópteros, podría sorprendernos que tres días después del rasgado de vestiduras, la sacra institución dejara a Euskadi sin Eurocopa por motivos que solo tienen que ver con el vil metal. Sin público no hay paraíso, dicen los jetas de Nyon, pasándose por el arco del triunfo que estamos en una pandemia que ahora mismo todavía no ha tocado la cima de su cuarta ola. Y eso es así igual en Bilbao que en Sevilla, que ha sido la ciudad agraciada por la cacicada del tal Ceferin y sus mariachis, entre los que se cuenta Luis Rubiales, presidente de la Federación Española de Fútbol.
Desconozco si, como ha denunciado el lehendakari, Iñigo Urkullu, esta trapisonda puede tener un cariz político. Bastante grave me parece su carácter arbitrario o directamente dictatorial y, por encima de todo, que se cisque en la grave situación sanitaria a la que estamos tratando de hacer frente. Un saludo, por cierto, a los que cuando las autoridades vascas anunciaron las estrictas condiciones que ahora rechaza la UEFA aseguraron que se estaba poniendo alfombra roja a la Eurocopa.