El 85 por ciento de los vascos asegura ser feliz. No lo he leído en una de esas encuestas de chicha y nabo que nos cuelan como presunta información y chuchería para las tertulias las marcas de condones, cerveza o lo que toque. El dato aparece en el último Sociómetro, junto a las consabidas valoraciones de los políticos (bien pobres, por cierto), las opciones de pacto preferidas y la lista de quebraderos de cabeza, liderados, faltaría más, por las penurias económicas. De hecho, como el estudio se centra particularmente en cómo está llevando el personal las estrecheces, nos ofrece una profusión de pelos y señales sobre la agonía de llegar a fin de mes, las mil y una cosas a las que hemos tenido que renunciar porque el bolsillo no da más de sí o lo negro tirando a negrísimo que vemos el futuro. La conclusión de todos esos detalles es que hemos vivido tiempos mejores. Y sin embargo, una abrumadora mayoría, en idéntica proporción de los que confiesan ser incapaces de ahorrar un ochavo, se declara feliz. ¿Cómo es posible?
Con perdón de los demóscopos, mi primera hipótesis es el error metodólogico implícito en la misma intención de preguntar por una cuestión de semejante delicadeza. No nos veo yo a los vascos, tan inclinados a acarrear la procesión por dentro sin dar cuartos al pregonero, reconociéndole nuestras carencias anímicas a un desconocido, por muy encuestador que sea. Podemos admitir que estamos bajos de cuartos, pero no de moral.
Otra opción es atribuir tanta felicidad proclamada a la autocomplacencia o, como poco, el buen conformar que nos adorna. Somos un pueblo jodido pero contento, especialmente si nos ponen en la tesitura de compararnos con los demás, que siempre lo llevan un poco peor por la simple razón de que ellos y ellas no son nosotros.
Claro que tampoco habría que descartar que las cuentas estén bien hechas y que, efectivamente, seamos tan felices como decimos. ¿Por qué no?