Feliz lo que quieran

Una de las grandes diversiones de estos días es contemplar los ejercicios en el alambre de los campeones del laicismo. Vale, eso incluye también a algún amigo mío con muy buena intención y al que quisiera que estas líneas no ofendieran. Pero es que, caray, lo de felicitar el solsticio de invierno, pase. Allá cada cual con sus frustraciones, autoengaños o represiones. Ahora, lo de intelectualizar la vaina con una serie de datos dizque antropológicos y/o históricos para tratar de desmarcarse de no sé qué rebaño llega a provocar cansancio en los sufridos individuos que pasábamos por allá y acabamos comiéndonos una teórica estomogante.

La derrota definitiva de los disidentes viene de la mano de las paradojas, o sea, las parajodas: pocas cosas son más genuinamente navideñas que quienes pretenden estar tres palmos por encima de las fiestas. El principio se aplica, de modo casi más doloroso, a los que sistemáticamente echan pestes de las fechas. Son tan prototípicos como el espumillón, Olentzero, los villancicos o esas luces cada vez más psicodélicas.

¡Si lo sabré yo, que durante años he ejercido como pitufo gruñón de la Navidad! Las veces que habré agradecido al cielo trabajar el 25 de diciembre o el 1 de enero para desertar de la cena familiar y enterrarme bajo las mantas! Sigo alimentando mi leyenda, no crean. No es difícil que se me escape algún exabrupto, pero ya solo de fogueo. Hace tiempo descubrí que más allá de los artificios y del innegable consumismo desbocado, muchísimos de mis prójimos —no digamos los más pequeños— muestran una alegría especial en estas jornadas. Y eso no tiene precio.

Vascos felices

El 85 por ciento de los vascos asegura ser feliz. No lo he leído en una de esas encuestas de chicha y nabo que nos cuelan como presunta información y chuchería para las tertulias las marcas de condones, cerveza o lo que toque. El dato aparece en el último Sociómetro, junto a las consabidas valoraciones de los políticos (bien pobres, por cierto), las opciones de pacto preferidas y la lista de quebraderos de cabeza, liderados, faltaría más, por las penurias económicas. De hecho, como el estudio se centra particularmente en cómo está llevando el personal las estrecheces, nos ofrece una profusión de pelos y señales sobre la agonía de llegar a fin de mes, las mil y una cosas a las que hemos tenido que renunciar porque el bolsillo no da más de sí o lo negro tirando a negrísimo que vemos el futuro. La conclusión de todos esos detalles es que hemos vivido tiempos mejores. Y sin embargo, una abrumadora mayoría, en idéntica proporción de los que confiesan ser incapaces de ahorrar un ochavo, se declara feliz. ¿Cómo es posible?

Con perdón de los demóscopos, mi primera hipótesis es el error metodólogico implícito en la misma intención de preguntar por una cuestión de semejante delicadeza. No nos veo yo a los vascos, tan inclinados a acarrear la procesión por dentro sin dar cuartos al pregonero, reconociéndole nuestras carencias anímicas a un desconocido, por muy encuestador que sea. Podemos admitir que estamos bajos de cuartos, pero no de moral.

Otra opción es atribuir tanta felicidad proclamada a la autocomplacencia o, como poco, el buen conformar que nos adorna. Somos un pueblo jodido pero contento, especialmente si nos ponen en la tesitura de compararnos con los demás, que siempre lo llevan un poco peor por la simple razón de que ellos y ellas no son nosotros.

Claro que tampoco habría que descartar que las cuentas estén bien hechas y que, efectivamente, seamos tan felices como decimos. ¿Por qué no?