Aunque era apenas un niño de doce años, guardo entre mis recuerdos más queridos la victoria de la revolución sandinista en Nicaragua en julio de 1979. Sin tener pajolera idea de política internacional, la viví como una historia de buenos y malos. Y claro, los buenos eran los que se habían levantado contra la dinastía asesina de los Somoza y habían conseguido derrocarla después de casi medio siglo de implacable dictadura. Con el elemento romántico, además, de la música de Carlos Mejía Godoy, que en la España posfranquista pasaba por intérprete banal por Los Perjúmeres o Clodomiro, pero que le había puesto la banda sonora a la lucha por la libertad en su país con decenas de canciones directas al alma de un pueblo condenado al analfabetismo. ¿Cómo no emocionarse con Ay, Nicaragua, Nicaragüita, el himno extraoficial del triunfo del movimiento popular?
Seguí haciéndolo durante años. También aquel doloroso día de 1990 en que Violeta Chamorro, heredera de la satrapía, ganó en las primeras elecciones tras la revolución. Confieso que ahí perdí bastante el interés, aunque lo fui recuperando intermitentemente con las entrevistas que hice en persona o por teléfono a varios protagonistas de los momentos épicos, como Ernesto Cardenal, Tomás Borge o Sergio Ramírez, todos escritores, por cierto. Por diferentes motivos, las conversaciones terminaron de hacerme pedazos el mito, de tal suerte que años después no me alegró en absoluto la vuelta al poder de Daniel Ortega. Pero me fue imposible hacérselo ver a esos amigos progres que hoy callan groseramente ante la matanza inmisericorde —van unos 300 fallecidos— de sus opositores.