Todavía niegan Gernika

A poco menos de tres semanas del 85 aniversario del bombardeo de Gernika, hay que agradecerle al presidente ucraniano, Volodimir Zelenski, que en su comparecencia ante las cortes españolas lo escogiera como término de comparación con las carnicerías que está perpetrando la soldadesca rusa en su país. La pertinente analogía está provocando un hondo y revelador crujir de dientes entre los que, casi un siglo después de la inmisericorde devastación de la villa foral bajo las bombas nazis de la Légión Cóndor, siguen instalados en la nauseabunda manipulación a la que se entregó la propaganda franquista desde el mismo día de la fechoría.

No voy a decir que me sorprende, porque conozco a mis clásicos requetediestros y llevo lustros escuchando sus bazofias minimizadoras, justificadoras, exculpatorias o directamente negacionistas. Pero no puedo evitar mostrar mi hastío y, al tiempo, mi alarma al comprobar que esa versión insidiosa no solo resiste el paso del tiempo sino que hace fortuna entre los borregos ignorantes se tragan lo que les echen al buche sus referentes ideológicos. Y aquí es donde los extremos vuelven a magrearse impúdicamente porque esa actitud de los que no aceptan la realidad documentada de lo que ocurrió en Gernika tiene su correlato exacto en quienes, ante la evidencia irrefutable de las matanzas de Bucha o Mariúpol a manos de los matarifes de Putin, siguen vomitando que se trata de montajes orquestados por los ucranianos o, incluso, de daños autoinfligidos para explotar la baza del victimismo. Unos son los espejos de la miseria moral de los otros. Y viceversa, claro.

Ay, Nicaragua…

Aunque era apenas un niño de doce años, guardo entre mis recuerdos más queridos la victoria de la revolución sandinista en Nicaragua en julio de 1979. Sin tener pajolera idea de política internacional, la viví como una historia de buenos y malos. Y claro, los buenos eran los que se habían levantado contra la dinastía asesina de los Somoza y habían conseguido derrocarla después de casi medio siglo de implacable dictadura. Con el elemento romántico, además, de la música de Carlos Mejía Godoy, que en la España posfranquista pasaba por intérprete banal por Los Perjúmeres o Clodomiro, pero que le había puesto la banda sonora a la lucha por la libertad en su país con decenas de canciones directas al alma de un pueblo condenado al analfabetismo. ¿Cómo no emocionarse con Ay, Nicaragua, Nicaragüita, el himno extraoficial del triunfo del movimiento popular?

Seguí haciéndolo durante años. También aquel doloroso día de 1990 en que Violeta Chamorro, heredera de la satrapía, ganó en las primeras elecciones tras la revolución. Confieso que ahí perdí bastante el interés, aunque lo fui recuperando intermitentemente con las entrevistas que hice en persona o por teléfono a varios protagonistas de los momentos épicos, como Ernesto Cardenal, Tomás Borge o Sergio Ramírez, todos escritores, por cierto. Por diferentes motivos, las conversaciones terminaron de hacerme pedazos el mito, de tal suerte que años después no me alegró en absoluto la vuelta al poder de Daniel Ortega. Pero me fue imposible hacérselo ver a esos amigos progres que hoy callan groseramente ante la matanza inmisericorde —van unos 300 fallecidos— de sus opositores.