Un evasor sin complejos

Confieso que en este instante sigo sin tener demasiado claro en qué consiste el negocio multimillonario del prófugo fiscal que se hace llamar El Rubius. Parece ser que la cosa va de decir y hacer insustancialidades a cada cual mayor delante de una cámara, a veces en vivo y otras en diferido. Por lo visto, y aunque a los del plan antiguo nos resulte incomprensible, hay centenares de miles de pipiolos de entre 10 y 30 años —sí, así de flexible es la adolescencia en el tercer milenio— dispuestos a contemplar sin pestañear las soplagaiteces del gachó. Y justo en la existencia de esa masa descomunal de consumidores que tiran del bolsillo de sus despreocupados progenitores es donde está el truco: hay poderosas empresas que bañan en parné al pastor audiovisual para que lleve a sus borregos a pastar a sus prados de pago.

Así es como este figura ha ingresado en los últimos años el dineral que ahora le ha llevado a fijar su residencia en Andorra para no pagar impuestos. En realidad, no es nada que no vengan haciendo hasta la fecha innumerables celebridades de esas que festejan sus triunfos envueltos en rojigualdas. La novedad estriba en que este gañancete lo ha hecho con luz y taquígrafos, sin cortarse ni media a la hora de exhibir su egoísmo y su insolidaridad como proezas. Y sus feligreses, aplaudiendo.

Una hostia bien dada

Confieso que todavía temo que acabe descubriéndose que el vídeo viral del repartidor que le calza una yoya a un tontolachorra con cámara que le vacila sea un montaje. Lo sentiría en el alma. Sin rubor proclamo que hacía mucho que no me dejaba tan buen cuerpo un producto audiovisual. Qué inmenso gustirrinín, asistir a esa bofetada cósmica ejecutada de modo sublime, marcando cada uno de los tiempos, como Aduriz cuando está de dulce. Ti-ta-tá, y el giliyoutuber se lleva en su jeta de gañán la huella justiciera del sopapo. Por primaveras. Por botarate. Por cenutrio. Y sobre todo, por buscarlo.

Si no saben de lo que hablo, lo que imagino casi imposible en estos tiempos de imágenes que se multiplican como los panes y los peces de la Biblia, pregunten, porque seguramente alguien a su lado tendrá una de las mil versiones de vídeo. Sin duda, la mejor es la que tiene menos ornamentos. La provocación del panoli con el insulto que acabará en el diccionario de la RAE —Cara anchoa—, la incredulidad al primer bote del currela, el inútil intento de contenerse, el cabreo llegando al punto de ebullición, los balbuceos acojonados del graciosete y, como apoteosis, la galleta en la jeró.

Como motivo de gozo añadido, la media docena de santurrones de pitiminí que han venido a afearnos la conducta con no sé qué vainas de la legitimación de la violencia. Qué derroche de moralina de quinta y, sobre todo, qué tremendo insulto a quienes son objeto de la violencia auténtica, cascarse el bienqueda cóctel de tocino y velocidad. Basta un gota de sentido común para entender que se trata, sin más, de una hostia ganada a pulso.