Porca miseria

Cada 20 años Eurovisión viaja a Israel a dar la serenata. Lo hizo en 1979, después en 1999 y ahora, en 2019. Es un ciclo propagandístico -eso es el Festival, una campaña de prestigio- que el Estado judío necesita para homologarse como país pacífico y ocultar entre el bullicio y las luces sus fechorías contra su invadida Palestina. Había miedo y las cuatro horas del evento pasaron con la respiración contenida. Y no pasó nada, ni siquiera saltó el clásico espontáneo en busca de segundos de gloria. La seguridad era lo más importante. Porca miseria.

Más allá de las canciones, lo que ocurrió en la gala el sábado fue apabullante. Ha sido la puesta en escena más espectacular de la historia, una producción artística jamás vista, plena de magia, color y sentidos. La televisión israelí ha puesto el listón de la calidad en lo más alto. La música fue otra cosa, con tonadillas vulgares e intérpretes que no daban la nota y lo dejaban todo a la envoltura. Impresionó Australia con su figuración mozartiana de La Flauta Mágica. Y Francia, con su divina bailarina obesa. Sí, ganó el envase. Es como si lo mejor de un restaurante fueran la vajilla y los manteles y la comida resultase vomitiva. 

España cantó la última y quedó última en la votación de los jurados. Con una tonadilla chabacana y de cuarto de socorro, La vendano pasaría el corte de exigencia en una verbena de barrio. ¿Quién eligió esa birria y quién seleccionó a Miki para el esperpento? ¿Porque es catalán y había que humillar a Catalunya en pleno juicio del procés? Y por si no fuera poco el desastre musical, apareció Madonna, parche en el ojo, sin voz ni gusto ni pasión e hizo el mayor ridículo de su carrera. Debería multarla el ayuntamiento por fraude. Mereció una lluvia de huevos como Marta Sánchez. Holanda se salió del guion y fascinó por su ternura. Era tiempo de tulipanes.

Torrente en 1977

Se puede elegir entre la grandeza o lo superficial. Lo uno y lo otro están al alcance de los creadores. La serie Brigada Costa de Sol, estrenada simultáneamente en Telecinco y Cuatro el pasado lunes, ha optado por el peor camino. Pudiendo escoger un drama lorquiano en la Andalucía de 1977, cuando el hachís comenzaba a producir estragos ante la perplejidad social, ha preferido la figura de Torrente para configurar la historia de la primera brigada antidroga. Federico hubiera narrado esta tragedia con la épica del pueblo que se enfrenta y se traiciona al mismo tiempo, dejando en evidencia la culpabilidad del sistema. Casi 2,5 millones de espectadores se engancharon a las andanzas del inspector Bruno, encarnado por Hugo Silva, tan artificial en su retrato de tipo duro y anárquico que se aproxima al personaje de Santiago Segura. Es lo que ocurre cuando te equivocas, por ansiedad, en la elección.

            Siendo un convencional relato de narcotráfico, con sus mafias, pequeños y grandes delincuentes, crímenes, venganzas, miserias y sexo, es también la imagen de una época. Comete dos errores de bulto. Denomina Cuerpo Nacional de Policía a lo que todavía conservaba su nombre franquista, Policía Armada, y disfraza de azul a los siniestros “grises”. Se enreda con el impostado acento andaluz en un reparto lleno de canarios, madrileños y catalanes. Fingir el acento nos remonta a la era pleistocénica de Txomin del Regato. La única persona capaz de tener acento a voluntad, milagrosamente natural, es Reyes Prado, andaluza en Canal Sur y vasca en ETB.

            A Mediaset solo le va bien la telebasura, con la Pantoja, Bertín, Jorge Javier Vázquez y Belén Esteban en realities, concursos, citas y chismes. No acierta con la ficción y ha elegido la peor opción. No saben que la imaginación es el cómplice para escapar más allá de la alambrada.    

¿Quién manda aquí?

El juego y las apuestas son un negocio malvado y mafioso, pero pese a su alto coste social en adiciones y ruinas familiares, es una actividad legal que se ha expandido en las redes on line. Como el tabaco y el alcohol, no menos perniciosos, aportan jugosos ingresos a las haciendas forales. Son nuestras absurdas contradicciones. Por fin, pero muy demorada, la radiotelevisión pública vasca ha decidido suprimir los anuncios de apuestas, con la excepción de las loterías del Estado y la ONCE, intocables por ahora. El problema es cómo evitar que las imágenes de las siniestras marcas de casinos se cuelen en las emisiones de los partidos de frontón y otros eventos deportivos. ¿Para cuándo una ley soberana que prohíba en su totalidad la publicidad y el patrocinio de la secta del juego? ¿Quién manda aquí?

            Es una anomalía que el Baskonia se apellide KirolBet, que Bilbao Basket tenga el sobrenombre de RETAbet, que el Athletic se financie con un espónsor como Bet365 y que los jugadores del Alavés luzcan en sus camisetas el logo de Betway. Y mientras la Real Sociedad, previa consulta a sus socios, se ha descartado de esta basura, Osasuna se ha enfangado con el dinero sucio. Así la exclusión de los anuncios sirve de poco. Euskadi no vive en otra galaxia y el daño nos alcanza por el flanco de las retransmisiones del fútbol de Movistar, donde José Coronado pone su imagen guapa al servicio de las apuestas digitales. 

            Me imagino las broncas entre el consejero de Salud y el de Hacienda, porque uno tiene que remediar con costosos tratamientos los estragos causados por lo que el otro recauda. Y en medio, el lehendakari Urkullu poniendo orden en una contienda surrealista. Como sketch de Vaya Semanita o chiste de Gila no estaría mal. Ya deberíamos saber que la suerte es mentira y que hay que vivir ignorando el azar.

Egiguren, Otegi y el derecho a la reputación

Berlusconi y su virrey Vasile no se dieron por aludidos cuando el Papa Francisco, en la histórica entrevista que Jordi Évole le hizo hace un mes en La Sexta, enunció los cuatro pecados capitales de los medios de comunicación, a saber,  la desinformación, la calumnia, la difamación y la coprofilia o “el amor a la caca”. Bergoglio apuntó que toda persona tiene derecho a la reputación,  de manera que los errores cometidos prescriben después de que se ha pagado por ellos. Señaló sin mencionarlo al ex primer ministro italiano entre los coprófilos: “A algunos conozco, católicos de misa, sí, y tienen medios que no hacen más que ensuciar a los demás”. Telecinco guardó silencio ante tan rotunda denuncia, y a lo suyo sigue. Lo justo sería distinguir entre la responsabilidad directa de las cadenas de televisión y la que de quienes en  ellas intervienen sin posibilidad de filtro editorial.

En el debate electoral de Atresmedia se dijeron cosas que podrían homologarse con el gusto por las heces. Si Albert Rivera se retrató en su histriónica agresividad, Pablo Casado se situó a la altura de las peores tertulianos del chismorreo cuando recordó que el ex dirigente socialista vasco Jesús Eguiguren fue condenado por violencia de género. ¡Hace casi 30 años!

¿Tan falto de argumentos actuales está el líder del PP? Hay un derecho individual al olvido que los medios -y las lenguas viperinas- no respetan, a la vez que exhiben un pésimo sentido moral de la historia. Eguiguren, como también Otegi y cualquier otro ciudadano, se merecen una  reputación  sin tacha después de que han saldado su deuda, momento en que caduca el pasado. Nuestra clase política se ha contagiado de la maledicencia  de Sálvame.

Pasado y presente danzan en el torbellino de la tele, como en las imágenes de Notre Dame ardiendo. Pero no somos lo que fuimos, somos  lo  que seremos.

Un VAR electoral

Nos vendría de perlas un VAR en la campaña electoral para impugnar las mentiras, las mudanzas de chaqueta y los piscinazos de los líderes. Ya existía unantecedente, la hemeroteca; pero las cadenas de televisión, antes de la era digital, eran caóticas en la gestión de su fondo de imágenes. El VAR haría trizas las estrategias de los candidatos que fundan la cínica recolección de votos en el olvido de sus falsedades. ¿Prescribe el engaño y la promesa incumplida? La democracia española va tan atrasada que sigue la vieja ruta de los debates audiovisuales, una fórmula sobrevalorada que solo interesa a los medios con el propósito de otorgar a la discusión ideológica un perfil de espectáculo. Eso son los debates en realidad: un talent show de aspirantes al mando. El día que los partidos perdieron la calle y el contacto directo con la gente entregaron su libertad a los profesionales de la comunicación social.

La tele nos ha hecho creer que sus debates son decisivos, con vencedores y vencidos. Hay que ser muy ingenuos para tragarse semejante troncho. El ciudadano Rivera empezó su carrera en un concurso de oradores. Sánchez e Iglesias se fajaron primero en las tertulias. Casado fue cocinero táctico antes que fraile. Son hombres de palabras, en plural; políticos de piscifactoría hechos a la medida del embuste de que el dirigente más fiable es el que mejor habla. 

El coloquio de hoy en TVE y de mañana en los canales de Atresmedia son perfectamente inútiles. Precedidos por un culebrón de suspensiones, reunirá cada uno a cuatro millones de espectadores. ¿Y qué? Los chismes de Belén Esteban los siguen a diario dos millones. Se zurrarán con butifarras y desplegarán sus corbatas y gestos teatrales, mas no alterarán los resultados en la España que habla mucho y hace poco. Ninguno gana y todos pierden porque no se escuchan.