España se consuela de la irrupción de Vox haciéndose creer que es la homologación política de lo que antes había ocurrido en Francia y media Europa, así como en Estados Unidos. De manera que Spain isn’t different. Y se queda tan ancha reconfortándose con el padecimiento en casa de los mismos males ajenos. Pero la llegada electoral de la ultraderecha tiene causas propias y no es una moda foránea llegada al Estado por las redes sociales o vía Amazon. Lo más gracioso de los análisis del engendro liderado por Santiago Abascal -alavés, nacido en Bilbao y formado en la Universidad de Deusto- es el argumento de que “Vox es un partido constitucional”, juicio que sostiene el presidente del PP, Pablo Casado, y toda la derecha mediática en su carrera por justificar los apoyos fascistas, necesarios para encumbrar a los populares a la presidencia de la Junta de Andalucía. Es la estrategia de blanqueamiento de un mal antidemocrático ante la acomodaticia sociedad española y un paso atrás en la madurez democrática.
Si Casado puede validar la constitucionalidad de Vox es porque la carta legal del 78 fue el resultado directo del fraude de la transición, protagonizada por los herederos del franquismo, la monarquía emanada del dictador y el ex Ministro-secretario general del Movimiento, Adolfo Suárez, que sometieron a la joven y acobardada clase política y a un pueblo ignorante y atrincherado en sus miedos, todo ello bajo la tutela militar cuya reválida fue el golpe del 81. Aquello fue el equilibrio imperfecto entre la aceptación de las fechorías de la tiranía y un futuro democrático bajo control. ¿Cómo no va a ser constitucional Vox si con su ideología se legitimó el franquismo y su legado?
El monstruo ya existía antes de que 395.978 electores andaluces llevaran a la ultraderecha al Parlamento autonómico. Estaba en la mala conciencia de muchos ciudadanos, en los complejos de tanta gente, en los odios y rechazos aplazados, en el desapego hacia la pluralidad, la hipocresía popular, la necedad derivada de la pésima formación recibida y la incultura, en una convivencia agriada y en algunos canales de información donde cada día se lanzaban mensajes que, finalmente, han hecho suyos –rabiosamente y repudiando toda estética- Abascal y su formación totalitaria.

El fascismo subyacente
Y así se ha ido conformando, de un reducto marginal, la expresión de lo que fue la España anti machadiana, más fuerte de lo que se sospechaba y auguraban las pretenciosas encuestas. ¿Qué ha ocurrido? En mi opinión, ha salido a flote la basura que antes habían arrojado al mar de la política muchos ciudadanos que, con habilidad, maldad y oportunismo, Vox ha cuajado en su programa. Cada vez que alguien echaba pestes, sin datos ni criterio, de que la RGI y otras acciones solidarias priorizaban a los emigrantes, a quien poco más o menos se les regalaba casa, sueldo, sanidad y educación gratuitas para sí y toda su parentela al poco de llegar, marginando a la población local de estas ayudas, estaba dando alas al discurso de Vox. Cada vez que un vecino comentaba en el bar o en familia que la cultura occidental peligraba por una paroica islamización con la consiguiente liquidación de la religión católica, era un voto más para la ultraderecha. Cuando un amigo en una comida de reencuentro te dice que “todos los políticos son unos hijos de puta”, estaba llenando un poco más la urna de los fachas. Cuando una persona no podía contener sus bajezas hacia los extranjeros haciéndoles causantes de sus penurias económicas y de todo delito, reforzaba a Abascal y debilitaba la democracia.
Ha sido esa gente, no una conspiración universal, quienes han fraguado la vergüenza. Cada persona que hacía de Catalunya blanco de sus frustraciones y los viejos males de España, señalando al presidente Sánchez como cómplice del independentismo, subía la cotización del voto ultra. Con cada hombre que lamentaba en privado el imparable avance de las mujeres sobre el machismo ibérico, le daba una papeleta a Vox. Con cada bandera rojigualda en los balcones, con cada ataque a la diversidad democrática, con cada renuncia a la libertad, con cada recuerdo nostálgico a Franco, con cada negativa a la exhumación del tirano de un espacio público y, en definitiva, con todos sentimientos de españolidad herida se ha situado en la cumbre a un salvapatrias que trae consigo promesas de ira y regresión.

La disgregación de la derecha
¿Y por qué los partidos de la derecha -PP y Ciudadanos- no han reaccionado contra la explosión del fascismo que crecía a su lado? ¿Y si resulta que lo han consentido y animado para rescatar a los electores antisistema, sustancialmente franquistas, y sumarlos a un proyecto tradicionalista, el sueño de Aznar? Es como si lo hubieran planificado, liberando a Abascal del PP, quien fue largos años su representante institucional, su mantenido y el niño mimado de Esperanza Aguirre, para que desde un alegato del miedo, neofalangista y racista saliese a la calle y los caminos a atraer a los más recalcitrantes derechistas, que habían dejado de votar, para añadirlos a un plan de unificación autoritaria. Parece el plan oscuro de un laboratorio del Think Tank, cuyo primer éxito es el acuerdo de las tres fuerzas conservadoras para ocupar el Gobierno andaluz. El pronóstico es que se trata de un ensayo de lo que en apenas un año podría extenderse al conjunto del Estado, una estrategia maquiavélica y calculada de efectos demoledores para las libertades y una amenaza para el difícil equilibrio de poderes. Y por supuesto, el peor de los horizontes para Euskadi.
La quiebra de la herencia de Rajoy por su sucesor, Pablo Casado, ha conducido a la radicalización de su discurso en todos los planos, del económico y fiscal a lo autonómico y social. Y por supuesto en el de los valores éticos. El PP ha renunciado al centro y converge hacia Vox, al que otorga pleno protagonismo, no para controlarlo, sino para asimilarse a su crudeza. Por su parte, Ciudadanos hace en esta teatralización colegiada el papel de poli malo, el remolón, que dice no querer acuerdos con los ultras, pero que los acepta con disimulado alborozo. Es normal, pues Rivera es un histrión aventajado. Curiosamente, la disgregación de la derecha en tres porciones es solo una apariencia, fuegos de artificio, porque en realidad se está construyendo un gran bloque conservador, con determinados matices, para asaltar el poder en una coalición vergonzante que obtenga el plácet europeo y el respaldo de los mercados.
A quienes este estallido fascista les ha pillado por sorpresa deberían revisar su desatención de la realidad y hacer un curso acelerado de sociología mediática. Lo que se oye, lee y ve en la televisión, redes de internet, emisoras de radio y periódicos eran advertencias de la emergencia emocional de los españoles enrabietados. Ni siquiera hacía falta un seguimiento de la opinión, hubiera bastado con escuchar a los airados vecinos del barrio, a la señora que va misa, a los cazadores, a los taurinos, a muchos pensionistas, a desocupados y, por supuesto, a los que conservaban en su corazón la figura del pequeño general gallego, protector de su ignorancia.
Vox es la España irredenta de siempre, no una versión local de los Trump, Le Pen, Salvini, Bolsonaro y otros peligros, sucesores de Hitler y Mussolini. Abascal es Primo de Rivera resucitado, mucha España para poca gente, palo y tente tieso, la indiferencia hacia la libertad, el placer por las cadenas. En suma, es la construcción mental nacida de odios diferidos, una suma comprimida de complejos seculares, expresión de máximas carencias intelectuales y, en términos políticos, la consecuencia de la falta de ambición de todo un país, que ha retrasado irresponsablemente sus reformas y que no ha querido cambiar a tiempo porque carece de antecedentes revolucionarios y de osadía, una democracia procrastinada, cobarde y perezosa.
JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ Consultor de comunicación
