“¡Antisistema!”. Esta es la necia descalificación que la clase política y los dirigentes de la economía arrojan contra los grupos, ideas y personas que impulsan el derribo y sustitución del decadente modelo actual, basado en la fuerza, el poder de los recursos y las leyes que favorecen el dominio de una exigua minoría sobre la inmensa mayoría. Antisistema es una estigmatización pública y un pueril desprecio intelectual, que reduce a la caricatura a los adversarios sin ofrecer argumentos. En el mejor de los casos se les reputa de románticos, dicho con ese tono cínico con que el poder y sus siervos se refieren a quienes no aceptan el fatalismo de la desigualdad y la injusticia sin alternativas. ¡Cuidado: no estamos ante el mero fenómeno de una sociedad cabreada, algo que pasará con la salida de la crisis y la mejora del empleo! Esto va muy en serio.
Sitúese usted en uno de estos bandos: el que quiere preservar el sistema adaptándolo a cada coyuntura sin mermar su esencia, el que se empeña en su corrección desde dentro aminorando los destrozos pero sin cuestionar su validez y el que verdaderamente quiere transformarlo de raíz con valores y soluciones diferentes. O quizás prefiera ubicarse en ese punto de indolencia -o indiferencia- en que solo importa el mundo reducido a la frontera de la existencia personal y su mezquino entorno. O el quiero y no puedo de la izquierda tradicional y el radicalismo democrático, extinguidos en su pereza histórica… Es misterioso, pero todos tenemos razones para la resignación y para justificarnos apelamos al miedo y el cansancio. La victoria del sistema sobre la rebeldía se funda en un miserable bienestar -el aparente control del presente y futuro de nuestras vidas- y la aceptación sumisa de la imposibilidad de su recambio.
La historia es testigo de múltiples transformaciones, precedidas por conflictos brutales y el activismo de movimientos de liberación que se enfrentaron con enorme sacrificio a los tiranos de cada época. El conocimiento me dice que la evolución humana transcurre por un caudaloso río de sangre. La diferencia es que ahora las revoluciones no invocan la violencia, ni movilizan el heroísmo con su tributo de exterminio y dolor. Ser rebelde es más difícil que antes, menos emocional y no tan trágico. Esa es la asignatura pendiente de la difusa ideología del sistema alternativo, cómo actuar con éxito en la complejidad y desbaratar las contradicciones de cada día. Sin embargo, se dan tres circunstancias que nunca se habían producido hasta hoy: existe una mayoría dispuesta a derribar el canon vigente, se percibe la factibilidad de un nuevo modelo y no hay condicionamientos estratégicos de bloques que neutralicen su implantación. Por así decirlo, hay recorrido democrático para enmendar el sistema económico y político.
Ser antisistema
Quienes se confiesan valedores del modelo actual lo hacen con complejo de culpa, sostenidos por la conjetura de que no hay más opción que su continuidad mediante su parcial regeneración pero manteniendo los pilares de siempre, porque su sustitución derivaría en calamidades de pobreza y caos. Frente a esta actitud conservadora hay una convicción militante -tu ilusión y la de muchos- de ser antisistema sin la etiqueta de los marginados y los principios de una revuelta liberticida. Ser antisistema es una opción consistente, responsable, moral y con el viento de la historia a favor. Porque significa ser anti este sistema y no una empresa de derribos o una aventura juvenil. Ser antisistema quiere decir soñar con lo posible, ser protagonistas de una transformación urgente, apostar por un cambio completo, demostrar que el fatalismo es solo un viejo engaño de los poderes instituidos… Por eso, ¡yo también soy antisistema! Y si no lo fuera, a la vista de la catástrofe humana y social que este modelo corrupto está causando en todo el mundo, negaría mi dignidad. Ser antisistema es una obligación ineludible, de vida o muerte.
¿Y qué se propone exactamente como alternativa? Eso es lo que vamos a clarificar muy pronto. A mi parecer se plantea un nuevo modelo económico que acabe con la impunidad fiscal, la contratación despótica y la pérdida de derechos, con reglas transparentes y una metodología empresarial que sitúe a las personas como referencia absoluta en la gestión. Quizás menos crecimiento cuantitativo y más cualitativo. Para vivir este concepto de economía ética se necesita un marco democrático participativo, abierto, que acerque las instituciones a la gente y la ciudadanía pueda ejercer su poder cada día y no cada cierto tiempo en las elecciones. La democracia ha avanzado más despacio que las demandas de la comunidad.
Podemos, esa incógnita
¿Es Podemos la expresión del ideal antisistema? Lo es, pero solo en parte. Diría que el anhelo por la mutación del estándar actual es verdaderamente transversal, en tanto que el movimiento encabezado por Pablo Iglesias es un proyecto surgido de la izquierda clásica. De hecho, casi todos sus dirigentes proceden de esa cultura, con sus métodos e inercias heredadas. Es obvio que no son pocos los votantes de otras formaciones, del centro a la derecha, que se ven tentados por las propuestas de la nueva marca y que podrían añadir su voto a este programa. Juntos tantos votos diversos determinan sus favorables datos en los sondeos.
A Podemos no le falta ilusión, pero necesita tiempo. Todavía está en constitución y su peculiar asamblearismo en redes sociales y grupos de zona ralentiza una decantación que es perentoria. Hay que ser muy democráticos, sí; pero también operativos. Además, Podemos ha remedado hechos y actitudes que contradicen los deseos regenerativos de una mayoría social. Cumple uno de los propósitos que con más ahínco se reclama, la limpieza institucional y el fin de la partitocracia (¿y la sindicatocracia?). ¿Basta con presentarse, lejía y fregona en mano, como Don Limpio, para dar respuesta a la dinámica de cambio de sistema? Creo que no y aún siendo este un requisito primario, la purificación política y económica se contempla como una condición previa para acometer en paralelo la renovación de nuestra caduca fórmula sociopolítica. Quizás algunos se conformen con la desinfección, pero decepcionaría si no se corrigiera al mismo tiempo su paradigma.
No me inspira confianza Pablo Iglesias, por sus orígenes apegados a criterios totalitarios e incompasivos con las libertades; pero se ha ganado el derecho a intentar demoler el sistema desde las instituciones. Tampoco me infunden ilusión otros líderes que le acompañan en este proceso, Monedero con sus oscuros contratos y Rejón con las corruptelas de profesor holgazán. Para conductas así ya tenemos este podrido régimen que enaltece a los mediocres y reparte entre los amigos favores, cargos y dineros. En Euskadi no conocemos a nadie de los que integrarán sus listas en municipios y Juntas forales. Además de inexpertos hay más de un oportunista. Son una incógnita, cuyo programa, eso sí, está repleto de buena voluntad, muy valiosa pero insuficiente para dotarles de una representación determinante. La ambición por el cambio y la indignación por los estragos sociales y políticos cometidos no se retratarían en el voto de Podemos, por su insolvencia de gobierno y, lo que es peor, por su tacticismo.
Los desterrados de la democracia, los millones de parados, los jóvenes sin oportunidad ni futuro, los desahuciados, los desencantados de siempre, los soñadores, los pensionistas humillados, los pobres, los ciudadanos con autoestima, los republicanos, los guardianes de la memoria, los damnificados de la justicia al servicio del dinero, los románticos absolutos como yo y los vascos por su libertad, toda esa tribu plural de rebeldes razonables apostamos por la voladura controlada del régimen reinante y el comienzo de un sistema que no nos avergüence. ¡Ah, la vergüenza, la amarga y devastadora emoción del autodesprecio!