Hasta hace unos días, Vox era solo el nombre de una popular marca de diccionarios, de español y otros idiomas. Ahora es también -si el registro de patentes y marcas finalmente no lo impugna- el título de una escisión política, una más, en el saturado mercado de los partidos estatales. Recuerdo que, allá por la década de los ochenta, el eslogan comercial del producto editorial era: “¡Necesitas un Vox!”, que apelaba a la sabiduría del vocabulario para remediar las dudas del estudiante. Habría que preguntarse si este mismo eslogan es válido hoy para movilizar a los seguidores de la derecha, angustiados y perplejos por los disensos ideológicos, estratégicos y emocionales surgidos en su seno. ¿Necesita un Vox el electorado conservador?
Todas las escisiones electorales nacen de una mezcla explosiva de cabreo y aventuras personales, lo que en Vox se representa con nitidez. Con un tercer factor: la recusación de la tibieza. El enfado de Santiago Abascal, José Antonio Ortega Lara y demás promotores de Vox con el PP es tan evidente que su ideario pasa desapercibido en comparación con la fuerza emocional de arranque. Junto al dramatismo, aparecen las ambiciones insatisfechas de algunos personajes, descolocados después de un tiempo en el que fueron enfáticamente enaltecidos por los medios afines. Y si a esto se le agrega la vanidad (“ah!, la vanidad, mi pecado favorito”, exclama Lucifer Al Pacino en la última escena de la película Pactar con el diablo) da como resultado una aventura mesiánica, nacida para redimir y glorificar lo que no se dice noblemente pero que se adivina por simple intuición.
Todos los escindidos, cualquiera que sea su ideología, tienen el mismo discurso: se creen poseedores e intérpretes magistrales de las esencias del partido del que salen y al que acusan de haber traicionado sus principios originales. Bien lo sabemos en Euskadi. En el caso de Vox la traición esgrimida por sus dirigentes tiene que ver con una supuesta dejación de la dignidad hacia las víctimas del terrorismo y, en general, con la resultante institucional de la legalización de la izquierda abertzale, por ellos considerada como parte inseparable de ETA. Todo lo demás es una reinvención táctica de la derecha a efectos de hacer presentable un proyecto sin núcleo democrático.
La dudosa derecha
¿Es Vox la plasmación electoral de la ultraderecha, cuantificada, según los expertos, entre uno y tres millones de ciudadanos? No lo creo, porque la derecha española es histórica y sociológicamente antidemocrática, de la que el PP es la actualización de la base social que dio soporte al franquismo, una formalidad cosmética que comenzó con la agonía del dictador y culminó con la oprobiosa pantomima de la transición. Nunca hubo un conservadurismo español que, como otros europeos, creyera en la igualdad y los derechos civiles, ni siquiera amó la nación liberal. Rasque usted la superficie exterior de cualquier votante del PP y encontrará a un franquista adaptado a las actuales circunstancias y mera convivencia, como un belicoso militar jubilado que odia la democracia tanto como sus victoriosos abuelos.
Vox no necesita contabilizar a los ultras en las urnas, porque este pretendido escrutinio está sesgado por una vieja confusión conceptual. El franquismo tuvo la sucia virtud de reunir en torno de su ideario a un amplio y diverso conjunto social, unido por un autoritarismo genérico, un escaso aprecio por las libertades públicas y privadas y el miedo al resurgir de los problemas territoriales largamente aplazados. Así pudo el franquismo confiar al maestro, el cura, el policía, el militar, la TV y el empresario el diseño de una sociedad paternalista, que tuteló la mente, la vida y el alma de varias generaciones. Y en sus secuelas seguimos. Dudo de que alguien en España sepa distinguir a uno de la derecha de otro de la ultraderecha, porque siempre anduvieron entremezclados en la maraña del despotismo interpretando distintos papeles y con diferentes uniformes.
La formulación del centro derecha pertenece al extremo acomplejado de ese conglomerado autoritario, acaso el más leído y que por ello siente alguna forma de sonrojo de cuanto ha sido y es la mezquina, sórdida y malhechora derecha española, bendecida por la cruz e impuesta por la espada. La demostración de que no hay, de facto, oposición entre la derecha y la ultraderecha es la imposible respuesta esta pregunta: ¿Qué diferencia ideológica sustancial existe entre lo que ahora anticipa Vox y cuanto sostienen vivamente Aznar, Mayor Oreja, el ministro Fernández Díaz, Esperanza Aguirre y casi todos los dirigentes del PP? Todos bailan en la misma fiesta de disfraces.
El chollo de la unidad de España
Vox ve en el PP mucha tibieza y falta de resolución en aspectos emocionales, como la defensa de la unidad española y el tratamiento dado a los presos de ETA y la izquierda abertzale. Mano dura, ilegalización, radicalidad, policía, leyes de excepción: esos son sus mensajes al electorado en clave sentimental. Por decirlo con una palabra mítica del aznarismo: firmeza. El extremismo nacionalista español está persuadido de que a Rajoy se le escapan los separatistas de las manos. Que las autonomías son un fiasco para la integridad territorial. Que habría que derogar la autonomía catalana y criminalizar el derecho a decidir. Y que -en palabras de Santiago Abascal, líder de Vox- “el PP debería romper con el PNV”. Vox acentúa el cromatismo rojigualdo sobre un discurso nacional que percibe descolorido.
El problema de Vox es que el patio ultranacionalista ya estaba densamente poblado antes de su arribada. Por un lado, UPyD, cada vez más falangista (ni izquierdas ni derechas) tiene definido en fucsia la síntesis entre el rojo y el amarillo, con una lideresa que habla sin miramientos de la gran España y promete el repliegue autonómico y el fortalecimiento del unionismo. Y en lontananza, queda el proyecto de Albert Rivera dispuesto a proyectarse desde Cataluña sobre toda la piel de toro y reducir a la mínima expresión los partidos soberanistas. Muchas cuerdas para un violín, demasiadas siglas para remediar España. O se funden, como las JONS con la Falange, o su Vox solo contará con el apoyo de un puñado de camisas azules, eso sí, dispuestos a todo.
¿Víctima o político?
La ventaja de Vox sobre el PP es que no tiene complejos o los tiene muy amortiguados, de manera que se apresta a las claras a la conversión en votos de las víctimas del terrorismo de ETA y la politización extrema del dolor. Y si hasta ahora el PP rentabilizaba este sufrimiento a través de algunos de sus damnificados o de sus asociaciones, Vox lo pretende nominalmente, situando a la cabeza al simbólico Ortega Lara. Se acabó el disimulo: la víctima, como tal, posee mérito suficiente para ser líder popular y una categoría que rebasa la discusión sobre su valía política y su competencia intelectual, moral y gestora. Vox sitúa el debate democrático en el ámbito de las trincheras: tantas heridas, tantos votos. No se necesita cualidad, experiencia ni capacidad de liderazgo, Vox cambia penas por votos.
Si alguien piensa, para consolarse cultamente, que Vox es a España lo que el Frente Nacional de Le Pen es a Francia, se equivoca. El país vecino tiene una fortaleza institucional de la que España carece, de manera que su ultraderecha no constituye una amenaza seria para la estabilidad democrática, incluso ahora, en plena crisis económica y de debacle del canon liberal y de la Unión Europea. Vox es un síntoma de la delirante enfermedad de España, el mal autoritario, que le impulsa a considerar enemigo a todo ciudadano de conciencia libre y a militarizar el problema del Estado. Por sus raíces agresivas y la simpleza ignorante de su ideario, Vox es la contradicción de la política.