La infame justicia tardía

Odio que esta columna se convierta en comentario de series. Porque hay mucha gente, la mayoría, que no las ve por no poder pagar y como resultado del clasismo al que nos ha conducido este modelo de ocio. Primero fue el fútbol a la carta, luego las plataformas de cine y ahora las series. También la pública, TVE, se ha apuntado al negocio pactando con Amazon Prime la secuela de Historias para no dormir, con cuatro calamitosos episodios que deshonran la mítica serie de los 60 y a su creador, Narciso Ibáñez Serrador. Como contrapunto, tenemos el documental de HBO y la productora de Ana Rosa Quintana (¡cúrese, señora, por favor!) sobre una víctima de la España negra, Dolores Vázquez, acusada, juzgada y condenada sin pruebas, vejada por la Guardia Civil, ultrajada por los medios, escarnecida por el pueblo, odiada por la mujer que la amó y encarcelada por nada durante año y medio y otro tanto de acoso público, despiadado. Han transcurrido dos décadas.

            La creación en seis partes de Dolores, la verdad sobre el caso Wanninkhof es exhaustiva y pedagógica sobre cómo la naturaleza humana alcanza su putrefacción. Es la primera vez que la gallega se asoma a la pantalla y habla sobre su caso: tiene fobia a la prensa. Y frente a los villanos, aparece el héroe de esta historia, Pedro Apalategui, su abogado defensor. Impresiona su fortaleza moral y el modo en que se enfrentó a aquella trama demencial, su fe en la inocencia y su categoría como letrado. Apabullante.

Cada cual con sus excusas, nadie pidió perdón a Dolores y los tribunales que la aniquilaron vil y civilmente no le otorgaron compensación. Hoy esta mujer, criada en Inglaterra y con una carrera prometedora, vive pobremente en su aldea de Galicia al amparo de la caridad. La tele ha rehabilitado su memoria por el método, tan español, de la justicia tardía. Vean, vean.

Mal clima en ETB

En Glasgow se cierra este próximo viernes el concilio sobre el cambio climático. Mandatarios y sumos sacerdotes del medio ambiente, al clamor de ¡arrepentíos!, otorgarán nuevos dogmas para redimirnos de las energías fósiles y el expolio de la naturaleza. Nuestro pequeño país -verde monte y azul mar- ha lanzado a través del púlpito de su radiotelevisión pública la campaña #EKIN_klima para llevarnos hacia un cambio total. Fruto de ello es el programa de ETB2 titulado, precisamente, El cambio, que va por el tercer capítulo.

Ignorando a su amplia plantilla, ETB ha situado como conductora del espacio a una periodista de fuera, nada menos que Angels Barceló, líder de la radio española, la mejor pero ausente de la tele desde 2005. ¿Cómo entender la contratación de la comunicadora catalana teniendo a no pocos de nuestros profesionales a la espera de oportunidad? El fichaje es ofensivo para la gente de la casa. Y ha dolido. ¿Hay motivos para que la vasca Proyección y la madrileña Secuoya Studios, responsables de la serie documental, optasen por Barceló? Es arbitrario. ¿Aporta ella algún valor añadido que no sumen los reporteros locales? Ni más notoriedad ni superior carisma. ¿Acaso tiene Angels más crédito en ecología que otros en Euskadi? No es Greta Thunberg, ni la presidenta de Greenpeace.

Aunque la presencia de Angels Barceló, en términos de semiótica, es ruido, hay que destacar que los relatos de El cambio son solventes, densos y cumplen su función de pedagogía social para advertirnos de que el mar no da más de sí, que la costa no puede soportar mayor presión turística ni tanta construcción y que nuestra agricultura y sector vinícola deben transformarse. Es, efectivamente, “la Euskadi que nos viene”. ¿Y por eso viene una foránea a construir nuestro propio discurso? En fin, los complejos suplantan la autoestima.

Los Roy y el capitalismo salvaje

Conocemos bien esta historia, mil veces contada en libros, películas y series e inspirada en la realidad. Es el relato del poderoso clan familiar que se destroza sin piedad pero con arte para alcanzar el mando ante el inminente fin del patriarca, anciano sin escrúpulos que elaboró su fortuna desde la pobreza y duda en quién confiar el relevo entre su malvada descendencia. Succession es seguramente la mejor serie dramática de este año en su tercera temporada (ya se anuncia una cuarta), después de ganar varios Emmys, Globos de Oro y otros premios. ¿Es acaso una actualización embellecida de dramas caseros como Dallas y Falcon Crest o de la tragedia de Shakespeare, El rey Lear? La diferencia es que la monumental producción de HBO es más veraz, menos moral, de una mayor densidad y con personajes entre los que no hay nadie decente, ni atisbo de excepción optimista.

Los Roy son una familia rica y disfuncional en la que ha estallado la guerra de sucesión, literalmente. Logan, el viejo líder del emporio global, piensa en Kendall, el hijo más capaz, hasta que este le traiciona. Parece que Shiv, culta, lista y sinuosa, se perfila como vencedora; pero tiene el obstáculo insuperable de ser mujer. Los demás vástagos y sus parejas no cuentan. Quedan el único sobrino nieto, el más bobo del grupo, y los altos ejecutivos de confianza. También está un hermano socialista. En este nido de víboras no faltan bajezas sexuales, homicidios, adicciones y engaños para llevarnos al mundo exacto de las altas finanzas y los bajos instintos.

Para que el podrido sistema retratado por Succession pudiera sobrevivir a su autodestrucción tendría que ocurrir un milagro: que la gente más inteligente fuera pobre y la más bondadosa, muy rica. Que alguien haga una serie con esta utopía, de la que emergiese una economía ética. Ya digo, un imposible.

Memoria de un país decente

La verdad robada y el dolor no resuelto no prescriben jamás y se quedan para siempre en nuestra vida como pesados lastres y cuentas pendientes. Casi todos los dramas sociales y políticos aplazados se encuentran entre esas dos frustraciones, la verdad perdida y el dolor inconcluso. Hay una memoria colectiva y un sufrimiento compartido que aguardan, con poca esperanza ciertamente, a ser reparadas. Para escamotear la justicia, los poderes reales inventaron la prescripción y los secretos oficiales como triquiñuelas jurídicas libres de escrutinio con las que poder escapar de sus responsabilidades en el olvido, concebido como una trampa de impunidad.

La lista de lo imprescriptible es larga. Me pilla más cerca el drama de los niños violentados sexualmente por adultos en el seno de las familias y por clérigos de la Iglesia católica y educadores, hechos que se produjeron durante décadas y que ahora apenas están saliendo a la luz del conocimiento público. ¿Cómo se pueden dar por prescritos tan siniestras agresiones, cuyas consecuencias persiguen de por vida a sus damnificados? Algunos países, como Estados Unidos, Francia, Alemania, Irlanda y Australia, han hecho importantes investigaciones y destapado una pequeña parte de esta descomunal tragedia. ¿Y el Estado español y Euskadi, qué han hecho por una verdad reparadora para la infancia ultrajada? Apenas nada. Todo son obstáculos y negaciones, amparados en la dificultad de la información, la ausencia de archivos, el fallecimiento de los culpables y el paso del tiempo. ¡Ay, el tiempo! Este es el pretexto de los canallas para evadirse de sus crímenes. 

Las leyes nuevas no resuelven los delitos del pasado. La reciente Ley de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia (llamada “Ley Rhodes” por el impulso dado por el pianista británico afincado en España, víctima de violación siendo niño) es un excelente instrumento de futuro, pero radicalmente inútil para compensar a los niños forzados en las décadas de los 50, 60 y siguientes. En este período vivimos los que reclamamos no el perdón tardío y vergonzante del Papa, los obispos y las congregaciones religiosas, sino la maldita verdad. No queremos disculpas, indemnizaciones ni notoriedad. ¿Por qué en Alemania los genocidas nazis pueden ser juzgados hoy, aun viniendo sus delitos de los años 40, y en este país no es posible encausar a quienes machacaron a los críos? Que la pederastia no prescriba jamás y se escriba y difunda su negra historia, con nombres, apellidos, fechas, lugares y descripción de fechorías de los que se cebaron sin piedad en los más frágiles. 

Juicio a la dictadura 

Un país decente no pierde la memoria a no ser que previamente extravíe su propio respeto. Algo de esto le ocurre a España, cuyo rumbo está condicionado por la prescripción las responsabilidades objetivas de la dictadura y sin que se haya abierto un proceso total al franquismo, sus líderes y acólitos. Alemania lo hizo con el nazismo y basta pasar por Berlín y otras ciudades de su Estado Federal para constatar que ha sabido reconocer las culpas de sus padres y abuelos, lo que se refleja en el currículo obligatorio para niños y jóvenes y en los imponentes museos, monumentos y hasta en placas doradas en el suelo de sus calles que rememoran la barbarie nacionalsocialista. Y así Alemania es un país honorable tras exorcizar sus demonios y locuras.

Es verdad que, con cierta timidez y tardanza, el presidente Zapatero lo intentó con la Ley de Memoria Histórica, que Rajoy se encargó de ningunear. Y que ahora Sánchez anda con un proyecto de Ley de Memoria Democrática de la que veremos su ambición y recorrido en una sociedad que confunde hacer justicia con abrir heridas. ¿Qué heridas, si no se cerraron nunca y miles de personas fusiladas yacen como basura en las cunetas? Algo de eso trata de reparar Pedro Almodóvar en su última y dignísima película Madres paralelas. Es verdad que como el cineasta manchego hay muchos españoles, más de los que se atreven a levantar la voz sin complejo, que claman por situar a la dictadura en su lugar ignominioso mediante su condena absoluta y a los represaliados en un honroso espacio de descanso y justicia, después de que Felipe González les traicionara mucho antes de convertirse en un rico ocioso y deplorable, holgazaneando de yate en yate y de mansión en mansión. 

También con retraso, el Gobierno vasco ha desplegado su proyecto de Memoria Histórica y Democrática de Euskadi que sacará adelante con suficiente mayoría parlamentaria. Sus dificultades no están solo en el PP y Vox -autoinvestidos en gestores de las bondades de la tiranía-, sino en el Tribunal Constitucional y otras instancias judiciales más que dispuestos a dar por prescritos aquellas injusticias y el liberticidio general de cuatro décadas.

Secuelas del terrorismo 

            ¿Por qué en Euskadi hay tentación de olvidar el período terrorista? Porque no hemos salido del choque entre dos relatos y del bucle resultante de aquellos sectores que, por un lado, asumen la legitimidad de las acciones de ETA, primero contra el franquismo y después contra un Estado malnacido del detritus de la dictadura; y, por otro, de quienes aspiran a dejar sin memoria el terrorismo de Estado, la barbarie policial y los incontables abusos cometidos en nombre de sus instituciones. ¡Estamos hartos de la guerra de relatos y del colapso que supone para la decencia moral de nuestro país! De esta mezquina batalla mediática e ideológica, al margen de toda honestidad, ha surgido oscuramente el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo de Vitoria-Gasteiz, ocupado por sesgados historiadores en nómina en lugar de pedagogos de la verdad plena y sin recortes.

            No, la memoria del terrorismo (de los terrorismos) no puede expirar. La tentación de darlos por prescritos proseguirá mientras, unos y otros, se crean ganadores ideológicos y valedores de sus sangrientas batallitas. Las recientes palabras del coordinador general de EH Bildu, Arnaldo Otegi, manifestando su “pesar y dolor por el sufrimiento padecido” por las víctimas y que “nunca debió haberse producido”, son el juego retórico de una insuficiente disculpa, con la evidencia de un nulo rechazo a la violencia etarra. Estos son los impedimentos para que el terrorismo quede deslegitimado y la paz y reconciliación lleguen a todos, sin apelar a la prescripción, a la que aspiran, por opuestos motivos, la izquierda abertzale y sectores del Estado inquietos por una abyecta historia de delitos. 

Un rey inviolable

            El infortunio democrático del Estado español es que, en 1975 y posteriores, pudiendo haber repudiado la dictadura sin protegerla de sus fechorías con el olvido, elaboró una Constitución que, junto con sus bondades teóricas, filtró un descomunal disparate consagrando la inviolabilidad del rey, lo que, en la interpretación actual del Tribunal Supremo y la Hacienda central, dejaría sin castigo sus multimillonarios actos económicos y fiscales, incluyendo blanqueo de capitales y cohecho, mediante los que se habría enriquecido durante casi cuarenta años y aún después. “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”, señala el artículo 56.3. He aquí lo que no debe prescribir nunca, un reinado delictivo y las andanzas medievales de un señor que se creyó por encima de la ley y de la igualdad con la ciudadanía, quizás en el recuerdo de quien heredó su poder intocable. 

            Si la criminalidad borbónica prescribiera por razón de privilegio constitucional y nadie en la clase política, el parlamento o la sociedad civil demandase la supresión retroactiva de la inviolabilidad real, y así pasaran los años hasta la desaparición de Juan Carlos I, España se condenaría a la ignominia de una democracia tan podrida como irremediable. Para que el pasado prescriba y se aloje con dignidad en la memoria colectiva es necesario que se someta a un estricto examen democrático y moral y todos podamos sentirnos, como víctimas, justamente compensados. Hay mucho sufrimiento pendiente y demasiados culpables libres promoviendo la amnesia.

Sangre coreana para el mundo

Desconfíe de lo que todos hablan y muchos le recomiendan. El bazar de la tele está a rebosar de estafas que se extienden como las piramidales merced al papanatismo popular. El juego del calamar es el último camelo y ya es la serie de Netflix más vista de la historia. ¿Cuántos ejemplos quiere que le ponga de basura de éxito? ¿Y qué tiene este producto coreano para haber alcanzado el récord de taquilla? Es adictiva y simple, envuelta en un relato de desafíos a vida y muerte en juegos infantiles, con violencia extrema, personajes de caricatura y pretensiones morales.

Se inicia con el reclutamiento de 456 personas bajo la circunstancia común de estar asfixiados por las deudas. Ganar el juego significa el remedio de sus males. El principal protagonista, Gi-Hun, solo quiere el dinero para operar a su madre y conservar a su niña; pero allí se va a morir o sobrevivir, porque los perdedores de cada partida son asesinados a balazos. Solo en la primera caen 235 y al final de los seis juegos (¡hay uno bestial de soka-tira!) ha de quedar un único vencedor. Los guardianes visten uniformes rojos y caretas negras con los símbolos del cuadrado, círculo y triángulo de las viejas consolas de videojuegos. Todo muy tonto para un terror de halloween de colegio de primaria.

Parece más una serie de la Corea de Kim Jong-un (ese loco que mandó ejecutar a cañonazos a su ministro de Defensa) que de la resistente del Sur. Con el precedente de Parásitos, cómica, sangrienta y laureada por Hollywood, no es de extrañar este cutre pastiche; pero un Oscar vale hoy lo mismo que un premio en una tómbola. Los autores de El juego del calamar se jactan de haber creado una corriente global de curiosidad valiéndose de una pésima producción, una interpretación grotesca, un guion de sainete y una estética de carnaval. Por favor, multa del ayuntamiento.