
Todo va a peor si la vida se vacía de gente, bullicio y ternura. Ayer volvió el fútbol a los estadios, pero el campo del Sevilla estaba sin espectadores y calor humano. O sea, un timo. Ya tengo escrito que el mayor estadio del mundo es la televisión, donde cabe lo que todos los campos juntos. Es inconcebible un espectáculo sin público. Es, en cierta manera, lo contrario del cine en las salas comerciales: hay que estar en silencio, pero disfrutas de la película con alguien y junto a otras personas, participando con tus risas, tus gritos de espanto en las escenas fuertes o con el ruido de las palomitas y el olor a pepinillo. No estamos solos.
Y eso que el partido televisado de ayer era un clásico, el Sevilla-Betis, un derbi de la ciudad, equivalente a un Athletic-Real Sociedad que, por cierto, tenemos pendiente una final de Copa a celebrar precisamente en Sevilla. Ayer, pese a ser un partido de máxima rivalidad y tan importante como las procesiones y la Feria de abril, resultó así, sin nadie en las gradas, un auténtico coñazo. Perdió el Betis, 2-0, flojo pero luchador. Le veo en segunda división.
La televisión es la televisión y el fútbol es el fútbol, valga la tautología. Y ambos se necesitan. La visión a distancia se completa con el clamor del público que está allí. Y sin esto no es nada, como un telediario, como un videojuego. Lo que ayer se escuchaba eran los gritos de los jugadores para pedirse el balón o para hacer indicaciones. Cuando estás in situ o cuando ves un partido con gente, esos gritos no se oyen, porque lo principal, el rumor de los espectadores, es lo único audible y válido.
También se oía el golpeo al balón, el eco contundente del chut. Ese sonido es incensario para un espectáculo. Es como escuchar sorber la sopa o el ruido de los dientes al morder algo crujiente como los barquillos. Es desagradable.
Lo único parecido a un partido normal fue ayer la megafonía del campo con los berridos del speaker, ese petardo gritón que vocifera histérico con los goles o comunica los cambios. Precisamente lo peor, importado de los estadios de rugby americano o el béisbol. Es muy artificial, como los aplausos enlatados en las series de televisión o en los shows en plató.
¿Y quién le llama cabrón al árbitro? ¿Quién pide la dimisión del presidente o el entrena-dor? ¿Quién comparte el bocata? ¿Quién silba y quién aplaude? ¿Quién canta el himno o el “Txoria txori”? ¿Quién se emociona o llora? ¿Quién hace así un día de fútbol? Así, San Mamés dimite y se deja comer por los leones.
Tengo para mí que el fútbol sin público es igual que comer solo. Por muy buenos que sean los guisos o los postres, si no los compartes, sino no hay charla, debate o risas en compañía mientras comes, aunque sea alpiste o morcilla requemada, pierde su gracia y su sentido.
Además, lo de ayer fue un pésimo ejemplo para la gente cruelmente confinada. Mirad la foto superior. ¿No habíamos quedado que los jugadores no se abrazaran en la celebración de los goles? ¿Y qué hace ese grupo sevillistas arremolinados? Temo que el fútbol juegue a favor del virus y nos meta un gol.










