Diario de cuarentena. Día 64. Un hombre, un escritorio

¿Cómo se construye el espacio de una vida? ¿De qué manera nos acomodamos para ser felices? La casa constituye lo más importante. Donde transcurre tu intimidad y donde llenas los días. Con el confinamiento feroz la casa es aún más importante. O te mata, porque no te sientes bien en ella; o se convierte en el refugio que te salva y te libera. Somos animales de cueva y madriguera.

Pero no es la casa, sino el lugar de la casa que te conforta. El mío, donde me siento realmente feliz, es mi escritorio. Un espacio breve y sencillo donde habita mi mundo. Donde escribo. Donde leo. Donde veo las películas y las series. Donde pienso, donde sueño, donde vivo y muero. Paso en este rincón unas diez u once horas diarias. La jornada no comienza cuando me levanto y se acaba cuando me acuesto. No. Empieza cuando me siento a la mañana a hacer mis tareas programadas o no y termina cuando me levanto del sillón, agotado y con los ojos rotos.

Ya veis, no es una mesa de nogal y un sillón chester de piel. Es una mesa de Ikea de metro y medio de ancho y 70 cms. de fondo. Blanca y lacada. Hay miles como esta en el mundo. Y un sillón giratorio y respaldo alto, de cuero artificial que, después de horas infinitas de uso, se está desgastando por los brazos. He añadido otros soportes auxiliares para cajones y conexiones usb y enchufes. Hay una lámpara banker de tulipa verde que compré por internet. Hay una radio, una agenda, un calendario, dos discos duros que almacenan mi vida con miles de artículos, una novela y media pendiente de publicar, millones de versos, mi música del alma, fotos, software pirata, vídeos, mis campañas, archivos, pensamientos, secretos. Luce una vela. Está mi cuaderno de notas en un atril, que también me sirve de apoyo para el Ipad, auriculares inalámbricos, algunos papeles, cuadros, mi título universitario, recuerdos de viajes, libros y un ramo de paniculata. Y un vaso de whisky o limoncello a las tardes.

Lo joya de mi escritorio es un Imac de 27 pulgadas, el mejor regalo que me han hecho jamás. Soy un adicto a Apple y me rindo a su marca. Con él me las entiendo a todas horas para escribir y escribir y escribir, sin lo que no podría ser feliz. Sí, hay un mundo exterior y la realidad, pero no son comparables a este.

Este es mi mundo, ahora más que nunca. A otros les gustan las terrazas, los vestidores, las cocinas, los baños, los salones, las habitaciones de camas mullidas, los muebles relucientes, las alfombras, los cuadros, los grandes televisores y cadenas de sonido. Me dan igual esas cosas, por las que algunos venden el alma. Yo solo vivo en mi escritorio, donde me evado. Aquí soy yo, este es mi reino de un único habitante. 

Diario de cuarentena. Día 63. Rebeldes de cubertería de plata

El esperpento es un género literario muy español. Fue invención del gallego Ramón del Valle-Inclán en los años veinte del siglo pasado. Su construcción son los personajes grotes-cos y la degradación del lenguaje culto. Seguro que habréis visto “Luces de Bohemia” como representación de este modelo teatral. A su imitación, la política española, la de ahora y la de antes, es puro esperpento.

No me refiero solo al esperpento de la clase dirigente, sino al de muchos de sus fieles. La derecha y ultraderecha representan en Madrid, la última obra del esperpento español. La burguesía, asentada en la zona del barrio de Salamanca, en el centro de la capital, se manifiestan estos días contra Sánchez. Y lo hacen siguiendo todos los patrones de lo grotesco. ¡Es la rebelión de los ricos! Han tomado sus mejores calles y piden libertad.

Sí, increíble, los ultras piden libertad a gritos. ¿Qué creían, que la idea de la libertad era patrimonio de la izquierda? Nada de eso. Ahora son ellos, los dueños de casi todo, los de las cuentas en Suiza y chalet en Sotogrande se han levantado airados contra el sistema. Y para que el esperpento se cumpla salen a la calle haciendo ruido como lo han hecho siempre los menesterosos del mundo: con cacerolas, sartenes, cazos, cucharones y ollas como herramientas de percusión y algarabía. Pero eso sí, porque todavía hay clases, han salido con la cubertería de plata a dar la murga al presidente Pedro Sánchez.

Uno de estos potentados rebeldes ha alcanzado fama universal en su esperpénticamente función. El hombre ha sacado de su bolsa de piel de cocodrilo uno de sus palos de golf, marca Callaway, de esos que utiliza cuando va a jugar a este deporte en los exclusivos clubes de Madrid, y haciendo gala del mejor espíritu valleinclanesco, ha expresado su insurrección de frac atizando con el palo a una señal de tráfico. Es genial. Don Ramón no hubiera mejorado esta escena extravagante.

Otra señora de la manifa pija, más entrada en años que en razón, se ha echado a la calle acompañada de su criada, morenita y de uniforme, que también golpeaba con fuerza su cacerola con un cucharón de plata de ley. Porque la señora marquesa lo mandaba. Casi todos los amotinados llevaban su talismán, la bandera de España, mejor cuanto más grande. Porque la rojigualda no es el símbolo de todos los ciudadanos. De eso nada, es de ellos y muy de ellos, que para eso ganaron la guerra con Franco, a muerte, bajo esa bandera de sedición. 

El esperpento tiende a hacerse viral por otras ciudades. Algunos lo conciben como el inicio de un ansiado golpe militar. Es ridículo, pero ¡qué miedo! Esta gente tiene el poder y el dinero. Y se me hiela la sangre al ver su odio. Sí, esperpento, pero con tintes de sangre. 

Diario de cuarentena. Día 62. Hablando con la gente

Quizás discrepéis conmigo, pero desde hace años (los que llevo en el sector de la comunicación, toda la vida) pienso que basta con escuchar lo que habla una persona y cómo habla para hacer un retrato aproximado de su calidad humana y competencia intelectual. Apenas media hora podría ser suficiente, lo que implicaría, claro está, saber escuchar y criterio para la observación. Valdría también analizar lo que escribe y su calidad sintáctica para obtener un diagnóstico cierto. Quizás por deformación profesional, tiendo a valorar, de entrada, a la gente según su habla y sus palabras. En el corto tiempo que fui director de Recursos Humanos en una Pyme con una plantilla de 70 empleados seguí este método (junto a otros factores más específicos) en los procesos de selección. Y los hice a conciencia y con acierto.

Ahora, los efectos del confinamiento me han dado la oportunidad de escuchar a la gente en las diferentes colas que se forman en los supermercados, panaderías, oficinas bancarias, farmacias y tiendas. Porque vivimos en la época de las colas, más largas por aquello de la distancia interpersonal. Observo que la gente tiene muchas ganas de hablar estando en la fila, quizás porque se aburre o porque el arresto ha agudizado el peso de la soledad en los hogares. Impresiona constatar cómo hombres y mujeres repiten los tópicos que oyen en la tele: que abundan los irresponsables, que muchos se saltan las normas, que hay que multar a los infractores… Y siento como si regresara al franquismo en el miedo a la autoridad, la credulidad, la falta de sentido crítico y la sumisión. Pero flaquean en cuanto entras al debate y argumentas que las cosas no son como creen. Algunos levantan la voz y echan un mitin casero. Otros se quejan de todo, que si esto es un desastre, que si vamos a la ruina… 

Una señora aprovechó la cola para dedicarme hace un par de días un tratado sobre lo mal que estaba la jardinería pública en Getxo. Lo hizo con vehemencia. Interrogándola con habilidad pude saber que era una fogosa militante del PP y que le caían fatal los nacionalistas del PNV y que lo de los separatistas catalanes son una cosa demencial. Y no dejó de presumir, para disi-mular, de sus ocho apellidos vascos y rancio abolengo. Al final, la mandé a paseo con las necedades de su España “antes roja que rota”.

Qué poco cuesta hablar y cuánto pensar lo que se dice. Un señor mayor me dio sesión doble de lo mal que funcionan las cajas de ahorros, solo porque no usaba tarjeta en el cajero. Otra señora se enrolló sobre la calidad de las mascarillas. Y otro hombre de por qué cierran tan pronto las farmacias. Se habla mal, y no solo es culpa de la tele. No son las palabras, son las razones inexistentes. Se habla de oídas. Entre el exceso de tópicos y tanta soledad, de esta pandemia vamos a salir peor que entramos.

Diario de cuarentena. Día 61. Regreso a las terrazas

Hoy, dos meses después del confinamiento atroz al que nos somete, inútil y arbitrariamente, el Gobierno he vuelto a sentarme en la terraza de una café-tería, como lo hacía casi todos los días antes de esta dictadura para tomar el primer café del día y repasar la prensa. Un ritual de relax y programación intelectual de la jornada. Ha sido en la cafetería Alguer, de Las Arenas-Getxo, no en el Bertiz de siempre, porque ese café no tiene terraza, sino mesas interiores. No tiene sentido que fuera esté permitido y no en el interior si se cumplen las normas de autoprotección, como en los supermercados, farmacias o peluquerías y las tiendas. Pero vivimos en un desdichado tiempo de libertades truncadas por el big brother, ante la sumisión de la tribu y el púlpito mediático.

Ha sido una sensación extraña volver a hacer algo tan elemental y ahora tan importante. El lugar donde se asienta el Alguer fue durante años una sastrería de postín, de precios imposibles, ropa de hombre, british style, donde se vestía la clase dirigente financiera e industrial de Neguri, hoy felizmente residual. Ahora, ya ven, hay una cafetería con el mismo nombre y una Notaría a pie de calle también de igual apellido. Una diversificación curiosa, bar y notaría, negocios sin nada en cómun, excepto la lonja. Es malo el café de este lugar en el centro de un barrio de pijos que llama a sus hijos Carlota, Paloma o Sofía, y no Aitor, Ane o Matxalen, lo que revela su sociología. Se oye mucho papá y mamá y no aita o ama. En esta zona triunfa el voto del PP, se habla bien de Franco y se despotrica de Sánchez y el PNV. Enfrente está la pastelería Martina Zurikalday, donde sirven los mejores bollos de mantequilla del mundo, una exquisitez que debería ser calificada como patrimonio de la humanidad. Sigue cerrada. Temo que esta crisis del demonio mate este negocio único y nos deje sin su prodigio. ¿Y qué nos quedará? Bollería industrial y el pan de molde.

He pedido un pintxo de tortilla de patatas, que no estaba bien ligada y muy salada. Tenía cebolla y poca consistencia. Me he demorado por media hora para amortizar los tres euros largos del precio. Dos trozos de pan. Muy mal, con uno bastaba. Lo que sí te dan es una toallita envasada, de esas con olor a colonia de limón, como en los aviones. Y una galleta de propaganda. Me ha gustado ver que los gorriones se aproximaban y subían a la mesa a picotear las migas. Pobres pájaros, que vivían de las migajas que caían de las mesas, como Lázaro en la mesa del rico Epulón bíblicos. ¿Cuántos txoris habrán muerto de hambre en estos dos meses?

Hay ansiedad de terrazas. Enseguida que me he levantado, dos mujeres se han apresurado a ocuparla antes incluso de que la limpiaran. La gente demanda libertad, la pequeña libertad de antes, pero se conforma e incluso aplaude la tiranía confinatoria. El miedo los ha paralizado. 

Diario de cuarentena. Día 60. ¡Nos vamos de rebajas!

Las rebajas son el último vestigio del comercio original, el auténtico, cuando todavía había algo de magia e ilusión en hacer compras. A estas alturas de la pandemia y del confinamiento absurdo e inútil, necesitamos recuperar el valor comercial y social de las rebajas para salvar, en parte, el desastre económico de la pequeña y mediana tienda local de esta temporada de primavera, la peor desde los años de la guerra.

El valor comercial mide la rentabilidad de una tienda. La tienda no están para hacer bonito y que la ciudad tenga lucecitas de neón y escaparates donde mirar. La tienda tiene sentido porque gana dinero trayéndonos y vendiéndonos las cosas que necesitamos. La tienda es el primer eslabón de la economía de la ciudad. Tiene que ser rentable. Y su valor social está en el plus que aportan a la comunidad, las historias que generan, los vínculos que crea y la belleza y bullicio que añaden estos vecinos de abajo, de la esquina o la plaza. Queridas tiendas, diversas y memorables, complejas.

Dice el Gobierno confinador que no haya rebajas, de momento. Que pueden provocar tumultos y eso, según sus listísimos asesores, podría generar contagios. No han entendido nada. Primero, las tiendas necesitan hacer rebajas para crear un efecto llamada hacia el consumo, imprescindible en estos momentos. Segundo, tienen que liquidar sus productos estacionales de primavera. Y tercero, el movimiento social de las ventas en las tiendas ayudará a la recuperación de la normalidad de la ciudad, no la “nueva normalidad”, que nadie sabe lo que es, sino la normalidad de siempre, que es vivir libres y sin tutelas.

A ver. La gente, en general, tiene conciencia de las medidas de autoprotección. Y los comercios, por su propio interés, conocen cómo organizar el flujo de la gente hacia sus locales. Las tiendas luchan contra un enemigo invisible y poderoso: el miedo. El terror artificial generado por la autoridad, que paraliza a las personas y las fuerza a no salir de casa. 

Las tiendas pueden hacer mucho para vencer al miedo que nos aplasta emocionalmente y destruye también la economía. Las tiendas, con su animación, atractivos productos y precios de saldo, ayudarán a derrotar el miedo. Necesitamos unas rebajas potentes, sin límites en el tiempo, inteligentemente organizadas. ¡Ya! 

Además del miedo, está la histeria, la de la gente que va en plan kamikaze. Los que se mueven a pelo y sin control. No son pocos, pero son minoría. La histeria es tan mala para la libertad individual como el miedo. El miedo paraliza y la histeria descontrola. ¡Por favor! No vamos a pagar en libertad por tal demencia. Abrir las tiendas a una de sus fiestas -las rebajas- nos hará más felices y menos pobres.