No son pocos los profesionales de la ciencia que de continuo firman grandilocuentes manifiestos en contra de las pujantes videncias, homeopatía o astrología, al objeto, según dicen, de abrir los ojos a la gente sobre estas prácticas que desde su punto de vista racional, no merecen respeto alguno, cosa que hoy no voy a discutir porque sólo en matices preliminares hay demasiada tela que cortar. Pero, no deja de sorprenderme por qué siempre eligen estos nuevos Sacerdotes de la Razón, rivales tan propicios para sus acusaciones de superchería o charlatanería como son las distintas disciplinas paranormales y nunca, en cambio, se pronuncian con igual ardor contra la más grande Pseudociencia que jamás en la historia ha habido, cuyo éxito deja diminuto el prestigio que en su día tuviera la Alquimia o el espiritismo. A la economía me refiero.
Siempre me he resistido a decirle ciencia a cualquier saber, porque si bien toda ciencia es un saber, no todo saber es ciencia. Cierto es que, algunos saberes abordan su contenido con el mismo rigor que la ciencia, pero eso no les convierte en ciencia, sino en saber riguroso, de igual modo que el lenguaje que emplean los científicos para expresarse, no les llega para reclamarse parte de la literatura, si quiera de ciencia ficción. Para rizar más aún el rizo, creo que no todo en la ciencia es científico y mucho menos exacto o acabado ¡cómo podría! después de la Mecánica Cuántica. Entonces ¿Cómo diferenciar lo que es ciencia y lo que no? Muy sencillo: un saber no es científico ni por la observación de la realidad (Pintura), ni por los experimentos que pueda realizar (Gastronomía), ni por la compilación exhaustiva de los datos que de las anteriores haga (Filatelia), ni por las relaciones que esos datos le permitan hacer para explicar los hechos del pasado (Historia), ni por entender cómo funcionan las cosas (Mecánica), ni por establecer axiomas y aventurar hipótesis (Filosofía)…todo esto puede ser necesario para hacer ciencia, pero lo que distingue a un saber científico del que no lo es, es su capacidad de hacer predicciones basadas en todo lo anterior y acertar en un tanto por ciento considerablemente superior a lo que un mono de circo pudiera acertar por azar, motivo esgrimido hasta la saciedad en dichos pronunciamientos contra las pseudo-ciencias que hoy jalonan nuestros medios de comunicación vendiéndose como medicina alternativa, clarividencia, horóscopos y el conocido sinfín de servicios que compiten con Hacienda por hacerse con nuestra calderilla.
Pero, desde esta restrictiva perspectiva, cabe preguntarse, si miembros del selecto club que hoy se pavonean ante la Filología o la Pedagogía mirándolas por encima del hombro, merecen seguir ostentando dicha categoría; Y en honor a la verdad, en el caso que nos ocupa de la Economía, la respuesta no puede ser más negativa.
Hace tiempo que la Economía sabe que su conocimiento no es de rango superior a la Astrología: ambas se sirven de una jerigonza incomprensible para hablar de fenómenos vulgares para que los legos sigan el discurso pero sin entender ni jota de lo que dicen; ambas explican con detalle el pasado haciendo una magnífica descripción del presente; ambas son incapaces de acertar lo que va a suceder el Lunes cuando abra Wall Street en un porcentaje mayor que lo haría un borracho en un casino; por lo que las dos le salen muy caras a la sociedad además de peligrosas por hacernos creer que son capaces de pronunciarse con ciencia y rigor sobre el futuro, haciéndonos tomar decisiones equivocadas, cuando menos negligentes o arriesgadas.
Esta barruntada naturaleza hizo que los economistas aprovechando el trescientos aniversario del Banco Central de Suecia, presionaran a la Academia que otorga el Nobel, para que su materia – que nadie niega merezca ser digna de estudio – recibiera en adelante tan prestigioso galardón no previsto para ella por su fundador, cuando ni la Matemática o la Filosofía gozan de tal honor. ¿Por qué? ¿Por qué era preciso la instauración de un Premio Nobel en Economía? Muy sencillo: cuando aconteció el engaño en 1968, no eran pocos los que empezaban a sospechar de la presencia de la Economía en las facultades universitarias como disciplina separada, dignidad que en principio le estaba reservado a los saberes que a lo largo de la historia habían demostrado alguna utilidad práctica a la Humanidad, como la medicina, el derecho, etc. La Economía apenas alcanzaba el nivel de la denostada Meteorología y nadie daba un duro por ella como ciencia. Desde entonces, por arte de Birlibirloque, la Economía se hizo dueña de todo, sin demostrar ni dar prueba de nada.
Al margen de lo ya comentado, recuerdo, que la Economía es incapaz de acertar lo que va a suceder en su terreno de estudio en mayor grado en que lo haría un mono de circo por azar – tanto es así que año tras año en un concurso bursátil, monos de laboratorio compiten con los mejores economistas con resultados nada concluyentes por el momento – tampoco es que expliquen mucho sus relaciones causa-efecto, pues todavía nadie ha probado suficientemente por qué hemos de congelar los sueldos cuando sube la inflación y no por ejemplo, pegarle un tiro al Director de la Reserva Federal, cuando todos sabemos que la inflación depende más de la manivela gubernamental de hacer billetes que de nuestra capacidad de gasto.
Hoy nadie discute los falsos supuestos en los que se basa la Pseudociencia económica; a lo sumo, discuten entre si una u otra doctrina económica o se denuncian sus lógicos y nocivos efectos, estrechamente ligados con la tiranía del mercado. Evidentemente, si la Economía es una ciencia, hemos de dejarla trabajar por su cuenta: que sume y reste como se le antoje, pues participa del rigor y la exactitud de las que gozan las ciencias físicas o matemáticas. El mundo está regido por la Economía de forma determinista y sólo podemos obedecer sus divinos mandamientos anunciados por boca del FMI. Otra actitud sería del todo absurda como quien pone en cuestión las leyes de la Gravedad o de la Termodinámica.
Mientras continuemos contemplando a la economía como una ciencia, podemos esperar de ella de todo: catástrofes naturales por el desarrollo sostenible, desastres sociales por bajar los salarios y potenciar el consumo, guerras por hacerse con los recursos y las cotas de mercado, enfermedades por elevar el volumen de negocio de las farmacéuticas, hambre y miseria de la población para poder competir con Somalia…de todo, menos que nos ayude más de lo que lo haría fijar la vista en la punta de nuestra nariz.