Como cada año por estas fechas, sólo que esta vez con más pandereta por lo redondo de la efeméride, las esquinas se nos llenan de sacamuelas y charlatanes varios que pregonan la verdad verdadera del 23-F. Los reclamos son imágenes y grabaciones nunca vistas, testimonios inéditos, actas que habían permanecido a buen recaudo y otro sinfín de cachivaches medio esotéricos que, salvo honrosas excepciones, no tienen más finalidad que mejorar las jodidas cifras de venta al número o de share, cuando no de embarrar más el campo para borrar las pocas pruebas que queden. Si alguien tuviera las seis vidas necesarias para meterse entre pecho y espalda todo el material publicado sobre aquello, acabaría de frenopático. Hay casi una versión para cada consumidor. Parece increíble que haya dado para tanta literatura lo que en el imaginario colectivo ha quedado como el chusco video de primera de un guardia civil garrulón acojonando pistola en mano a los presentes en un parlamento que todavía no se había quitado de encima las caspa franquista.
El rey no sabe nada
Según una anécdota apócrifa, hace unos meses Juan Carlos de Borbón tuvo el desahogo de decirles a los miembros de una asociación de víctimas de los atentados del 11 de marzo de 2004 que debían abandonar toda esperanza de saber algún día la verdad sobre la matanza porque a él todavía le ocultaban lo que pasó el 23-F. La desfachatez regia, equiparable a que el Dioni dijera que no se explica cómo llegaron a su furgón los trescientos kilos con los que se fue de naja a Brasil, confirma que quienes estuvieron en aquel ajo dan el capítulo por cerrado y duermen a pierna suelta. Las abundantes pruebas que han acumulado los investigadores fiables se han mezclado con las fantasías animadas de los vendepeines y la verdad se ha echado a perder. Con suerte, dentro de otros tres decenios, cuando ya no le importe a nadie, un trabajo que se quedará para los académicos más cafeteros pondrá al descubierto a tanto demócrata-de-toda-la vida que tuvo algo que ver con la cutre cuartelada.
Resignado a ese desenlace, mi conmemoración es íntima y personal. Vuelvo a aquellas horas de mi preadolescencia con la misma nostalgia tontorrona e inofensiva que me despierta escuchar una canción de Los Pecos o ver un capítulo de Curro Jiménez. Mi padre comprando dos sacos de patatas por si acaso y José María García metiendo el micrófono al teniente general Aramburu Topete cual si fuera un ciclista al final de una etapa son mis recuerdos más vivos de ese día. Es curiosa la memoria.
¿Y Engique Mugika…qué dice de todo esto?