Este proceso de nuestras entretelas tiene ritmos caprichosos. Lo mismo se pega una temporada de desesperante calma chicha que, como está ocurriendo estos días, arrea un demarraje que nos deja la cintura hecha un ocho. Vaya jornadas llevamos encadenadas. Recapitulemos: adhesión de los presos de ETA al Acuerdo de Gernika, comisión de verificación del alto el fuego funcionando ya a pleno pulmón y a cara descubierta, órdago a pequeña de Patxi López, harakiri de Ekin a lo Torcuato Fernández Miranda, y, como rúbrica, comunicado de baja intensidad de la banda mostrando su disposición a ser monitorizada.
Normal, que al búnker que lleva decenios viviendo —cada vez, con menos rubor— a la sombra de la serpiente le entren sudores fríos y, oliendo cercana la temida casilla de llegada, clame que todo esto no es más que una estrategia electoralista de un Gobierno que se queda sin telediarios. ¿Lo es? Hombre, ninguno hemos nacido ayer. En la noria política, casualidades, las justas. Es obvio que hay una relación causa-efecto (o viceversa) entre estas prisas de penúltima hora y la proximidad del 20-N.
Lo único que se me ocurre lamentar al respecto es que las elecciones no hayan sido antes. Ese cuidado que nos habríamos quitado. Bendito electoralismo el que tiene como resultado desatascar cañerías por las que ya no esperábamos ver correr el agua. Cuánto mejor eso que andar timando al personal con los tocomochos habituales de creación de empleo o impuestos a no sé qué ricos que seguirán sin pagar.
Otra cosa es que este sprint final desesperado vaya a tener la deseada recompensa de una parte de los que ahora corren como alma que lleva el diablo en búsqueda del tiempo perdido en indecisiones. La Historia es tan cabrita, que a nadie deberá extrañar que los libros de dentro de unos años cuenten que ETA se acabó un martes por la tarde al auspicio de una mayoría absolutísima del Partido Popular.