Preparémonos para la enésima reedición del día de la marmota pre-electoral. En los estertores de su mandato, ya con la ley pret-a-porter firmada para que el 21 de noviembre pueda volver tan ricamente a vestir la toga con puñetas, el ministro español de Justicia ha desempolvado la lupa de buscar contaminados de batasunez. Blandiéndola cual si fuera la misma Tizona del Cid, ha jurado ante las fuerzas vivas de la Democracia congregadas en torno a un sustancioso desayuno que el Gobierno impugnará las listas de Amaiur ante el sacrosanto Supremo “si hay resquicios legales suficientes”.
Traducido: nos aguarda otra vez la martingala de los informes hechos con recortes, pasquines encontrados en el suelo, árboles genealógicos de encargo e imaginativas redacciones escolares del guindilla de turno. Con todo eso, claro, incendiarios titulares y columnas de la prensa troglodita, las correspondientes respuestas de los que no tendremos otro remedio que entrar al trapo y, en fin, interminables horas de tertulias, debates o francachelas gastadas en el mareo ritual de la perdiz. Luego vendrán los inevitables cachondos —los estoy viendo y escuchando ya— a gimotear que “les estamos haciendo la campaña gratis”.
Inspirado por el toro que ante su asesino lamentaba estirar la pata sin haber probado las pipas Facundo, no quisiera yo irme para el otro barrio sin haber sido testigo de una contienda electoral como las de toda la vida. No hablo siquiera de una confrontación de altura programa en mano y a calzón quitado, qué va. Me conformo con el clásico intercambio de consignas huecas, espolvoreadas de promesas incumplibles, encuestas sobrecocinadas, besos a los niños y reparto de quincallería diversa. Esas, por resumir, que terminan en una noche donde todos ganan, dicen haber escuchado la voz del pueblo y se van a beber para celebrar o para olvidar. La última fue, creo recordar, en 2001. Ya ha llovido.