Nos sucede a menudo a los quijotes ocasionales que el calendario y la condición humana se alían para provocarnos bochornos retrospectivos. Aquella gran causa que defendimos con la prosa de los domingos pierde —o se quita— la careta y a sus paladines se nos quedan dos palmos de narices al tiempo que comprendemos la teoría de Lenin sobre los tontos útiles. Tanto entusiasmo legionario para ná de ná. Demasiado tarde para preguntarse quién nos mandaría meternos en un fregado donde no habíamos sido llamados o por qué no dedicamos la columna de aquel infausto día al proceso reproductor de las amebas.
Que sí, que vistos los pelendengues, es muy fácil decir si morlaco o morlaca. Saberlo no me libra, pese a todo, de la espantosa sensación de ridículo al recordar las ardorosas líneas que escribí en loor de Olvido Hormigos, alias la concejala-del-vídeo, y su derecho a que la dejáramos en paz. “Nada nos faculta para conocer su nombre, su aspecto físico, su edad, su profesión y mucho menos su situación familiar o sentimental”, anoté con una vehemencia que mejor me hubiera ahorrado. Seis meses después me entero de que, cheque gordo de por medio, la interfecta ha fichado para participar en uno de esos concursos donde los famosos de aluvión simulan pasar las de Caín para solaz de voyeurs domésticos de baja intensidad. Del exhibicionismo personalizado a la exposición urbi et orbi, menudo carrerón. Como calentamiento previo —con perdón—, una entrevista megaexclusiva en el programa matinal del roserío pedorro por excelencia y una salerosa contraportada en El Mundo, jijí, jajá. Y servidor y otros cuantos, de mamporreros involuntarios.
Comprendo que, en las profundidades del pozo séptico donde chapoteamos, les pueda parecer exagerada mi desazón por episodio tan menor. Sin embargo, veo en esta historieta chusca un correlato perfecto de la inmundicia general. Lo que no veo ni de lejos es ningún remedio.