La revolución eternamente pendiente es la de las actitudes individuales. He ahí el corolario de las últimas columnas que les he disparado a bocajarro para cabreo, seguramente justificado, de quienes ya tienen bastante con su cruz para que les venga un Pepito Grillo de buena mañana a echarles vinagre en la herida. Bien hubiera querido iluminarles el día con tiroliros preñados de optimismo o, en su defecto, con unas hostias dialécticas bien dadas a cualquiera de los peleles de ocasión. Como ya sabrán, soy genéticamente incapaz de lo primero, y aunque tengo cierta maña demostrada en lo segundo, de vez en cuando el estómago moral me pide algo más nutritivo para no tener la impresión de chapotear siempre en la superficie de este charco llamado actualidad.
Lo que he intentado transmitirles —con desigual acierto, a juzgar por algunas reacciones— es que no siempre los demás son los culpables de todo lo que nos pasa. Y no, tampoco me voy al extremo autoflagelante y masoquista de cargar sobre nuestras espaldas el hundimiento del Titanic, la muerte de Manolete o los cuelgues de Windows. Ni tanto ni tan calvo. Solo digo que al simplificar la realidad entre los que la hacen y los que la padecen y, sobre todo, al censarnos entre estos últimos, estamos renunciando a nuestra capacidad para hacer que las cosas cambien.
No hablo de un revolcón a escala planetaria en diez minutos, diez días o diez semanas. Me refiero a pequeños pero firmes pasitos en nuestro entorno inmediato. Echar una mano al de enfrente en lugar de venirnos arriba discurseando sobre la injusticia universal. Dejar de consumir aquello que sabemos a ciencia cierta que ha sido producido por medios nada éticos. Mandar al cuerno a los que viven como Dios de la venta de milagrosas alternativas de humo. Sustituir o, como poco, complementar la queja y la excusa ritual por cuestionarnos si podemos hacer algo. Y si es que sí, ponernos a la tarea.