Otra agresión porque sí

La violencia gratuita sigue campando a sus anchas. El último botón de muestra, que puede ser el penúltimo a estas horas, lo hemos tenido en la localidad vizcaína de Amorebieta. En la madrugada del pasado domingo una piara de energúmenos veinteañeros la emprendió a golpes con un chaval de su edad que acabó en el hospital en estado muy grave. Fue una agresión salvaje porque sí. Tan injusta, condenable y penalmente perseguible como cuando hay otras motivaciones que encuentran mejor acomodo en los titulares y en los tuits de denuncia al por mayor. El odio puede adoptar miles de caras, a ver si nos entra en la cabeza ante la tentación de hacer clasificaciones sobre los linchamientos. Que dé un paso al frente el politiscatro de tres al cuarto que sostenga que se criminaliza a los criminales solo porque son jóvenes. Bonita forma de retratarse siempre al lado de los matones. Nada sorprendente, por otro lado.

Y luego está la matraca de la educación, que también mentaron en sus rasgados de vestiduras algunos representantes políticos. No, estimado Eneko Andueza (entre otros), con los desalmados agresores de Amorebieta ya no hay educación que valga. De hecho, la que hubo, la que recibieron, no ha servido para absolutamente nada. Desde luego, no ha evitado que patearan a un semejante hasta dejarlo entre la vida y la muerte. Va siendo hora de que aprendamos, a la vista de la reiteración tozuda de este tipo de episodios, que la realidad no se cambia cerrando los ojos muy fuerte y deseando que pase lo que queremos que pase. ¿Y si probamos haciendo que sepan que los actos tienen consecuencias?

La educación de Naim Darrechi

Hasta ayer mismo no tenía ni la menor idea de quién era el tal Naim Darrechi. Es más, puestos a confesar fallas en mi formación cultural, también reconozco que mi noción sobre lo que es TikTok es más bien escasa. Y estoy completamente seguro de que la inmensa mayoría de mis lectores están en las mismas que yo. Supongo que eso nos sitúa en un universo de planetas paralelos donde nos movemos sin encontrarnos los miembros de diferentes generaciones. Porque el tipo en cuestión no es un pelanas que dio un pelotazo la semana pasada, sino un fulano que, pese a su cortísima edad —¡19 años!— lleva en activo desde 2016 y en la fecha en la que los que nos creemos la mayoría social nos hemos enterado de su existencia, acumula 27 millones de seguidores en la plataforma social de marras.

Ese es el pajarraco que se permite decir entre carcajadas a otro ídolo de nuestros churumbeles que siempre practica sexo sin condón y que tras eyacular, les cuenta a sus parejas de usar y tirar que está esterilizado. La ministra Irene Montero, que también es más de predicar en las redes que de dar trigo, ha llevado la garrulada infecta a la Fiscalía. Serà muy efectista la salida, pero parece que de ahí va a salir poca cosa. Como mucho, habremos conseguido que el cagarro humano se haga más famoso de lo que ya era entre su público objetivo, formado, como no me voy a cansar de repetir hasta quedarme ronco, por chavales y, oh sí, chavalas instruidos específicamente en los valores de la igualdad, el respeto y la tolerancia. No uno, ni dos ni veinte o cincuenta, sino 27 millones. Vuelvan a contarme que la educación es la solución.

Deporte alevín

Le agradezco al cielo que a mi hijo no le guste el fútbol más allá de lo justo para dar un par de patadas a la pelota con sus amigos en la plaza donde se juntan. Ídem de lienzo con el resto de los deportes, que sin serle del todo ajenos, tampoco le suscitan gran interés. Me libro, de saque, de intempestivos madrugones de sábado y de viajes a casacristo. Pero especialmente, quedo exento de probarme como energúmeno a pie de cancha. ¿Quién me dice que en mi interior no habita uno de esos tipejos que echa espumarajos desde la banda al árbitro, a los rivales, a la propia criatura o al resto de los progenitores?

No lo pregunto por preguntar. En la media docena de ocasiones en que, por diferentes circunstancias, mis huesos han acabado en el escenario de una competición deportiva infantil, he asistido a los más sorprendentes fenómenos. Hombres y mujeres aparentemente razonables, de esos que te saludan con una sonrisa en el descansillo, pidiendo entradas al tobillo o pisotones con los ojos inyectados en sangre, bramando que arrieritos somos o, directamente, agarrando de la pechera al padre de otro chiquillo.

También he visto a un crío de ocho años hundido porque el entrenador de un equipo de barrio le llama maula o nenaza a cada rato y le insta sin tapujos a buscarse otras aficiones. O a ese mismo entrenador riéndole las gracias a su jugador gallito cuando se comporta como un matón con sus compañeros menos dotados. No negaré que igualmente he visto actitudes bastantes más sanas, pero haciendo el balance, me temo que, como acabamos de comprobar, en el deporte alevín prima la hijoputez sobre la bondad.

Oda al esfuerzo

En una de las columnas que dediqué a la lotería del informe PISA, especialmente en lo que tocaba al morrazo de los escolares de la CAV, menté la necesidad de reflexionar sobre el esfuerzo. Lo hice a sabiendas de que ahora mismo es lo que Pablo Iglesias denominaría “significante perdedor”. Vamos, que quien lo enarbole como valor no solo no se comerá un colín, sino que resultará sospechoso de pertenecer al fascio y/o la reacción.

Ciertamente, en los ambientes donde se desenvuelve la ortodoxia bienpensante el concepto tiene una pésima fama. Se asocia —muchas veces con buena intención, pero en general, por postureo gandul— a la vetusta máxima “La letra con sangre entra”. No negaré que quede por ahí algún residuo de la (literalmente) rancia escuela que equipare esforzarse con recibir una mano de hostias, pero la vaina no por ahí. Y tampoco por el del sacrificio pseudopurificador ni cualquiera de las formas del masoquismo.

Es una cuestión bastante más simple, diría incluso que primaria y, desde luego, ajena al sufrimiento por el sufrimiento. Se trata, sin más y sin menos, de comprender que para conseguir cualquier cosa hay una cantidad razonable de trabajo que debe hacerse. Es verdad que hay afortunados de cuna a quienes los favores y los logros les caen del cielo. A los demás, que somos la mayoría, nos toca currárnoslo. Tenerlo claro es, de entrada, una buena vacuna contra la intolerancia a la frustración que muestran cada vez más congéneres que lo han tenido todo demasiado fácil. Pero el beneficio no se queda solamente ahí. También es una forma de dar sentido a aquello por lo que nos hemos esforzado.

Odiada amada Europa

Resultan enternecedoras las conmemoraciones y/o celebraciones [táchese lo que no proceda] del Día de Europa. Igual las abiertamente encomiásticas que las biliosas sin matices. Incluso las pretendidamente escépticas, como esta que están ustedes leyendo. Les confieso, de hecho, que mi idea era sacar el zurriago y unirme a las fuerzas del apocalipsis de boquilla que se pegaron toda la jornada echando pestes de la cosa. Cambié de idea escuchando al sabio Juanjo Álvarez en Euskadi Hoy de Onda Vasca. Tras glosar las mil y una fallas de la actual Unión, sin pasar por alto las decididamente sangrantes, nos pidió a los presentes que reflexionáramos en los costes de la no Europa. Y concluyó: “Estaríamos mucho peor. Me quedo con nuestro modelo, que está hecho jirones por muchas cosas, pero que merece la pena defenderlo desde un pesimismo constructivo”.

Quizá esa sea la actitud. Me sumo a ella desde una visión diferente a la de Juanjo. Mientras él sostiene —y argumentos no le faltan, lo reconozco— que el proyecto nació del idealismo y de las convicciones éticas, yo más bien tengo la impresión de que el impulso inicial de la alianza de estados fue principalmente económica. Añado que ese espíritu se ha mantenido a lo largo de estas casi siete décadas y que durante la mayor parte de ellas ha sido compatible con el desarrollo y la promoción de unos mínimos valores morales. Sin embargo, tras la carrera de ampliaciones sucesivas sin ton ni son y la creación de un entramado burocrático diabólico y, para colmo, ineficaz, el dinero se ha quedado al mando en solitario. Que eso cambie será cuestión de la ciudadanía.

‘Nuestra’ culpa

Desconozco los plazos de expedición al paraíso musulmán, pero si la efectividad es pareja a la de los métodos de los santurrones para el matarile, a esta hora es probable que los hermanos asesinos (seguro que en progresí hay un término menos rudo) de Bruselas anden retozando con las huríes a todo trapo. Entre polvo y polvo, Khalid puede guiñar un ojo a Ibrahim, y viceversa, con la satisfacción del sangriento deber cumplido y, de propina, el despendole de comprobar que su matanza es justificada —uy, perdón; contextualizada quería decir— con denuedo por lo más granando del pensamiento avanzado europeo.

Algún día alguien subvencionará una investigación sobre la paradoja que supone que los más comecuras y requetelaicos a este lado del Volga sean también los más encendidos defensores de una teocracia reaccionaria y criminal. Y ya para nota con doble tirabuzón, que además sean los campeones mundiales de la culpa judeocristiana y acaben echándose a la chepa la responsabilidad única de cualquier injusticia. Me corrijo: si bien usan frenéticamente la primera persona del plural, también han conseguido el prodigio gramatical de librarse de la parte chunga de ese Nosotros. Así, cuando braman que la masacre de la capital belga es el justiprecio de “las guerras que hemos provocado en su territorio”, la respuesta al “modo inhumano en que tratamos a los refugiados” o, por no extenderme, la contrapartida por “el trato cruel que damos al pueblo palestino”, se refieren a todos menos ellos y ellas. Claro que es todavía peor que de verdad piensen que merecemos ser eliminados uno a uno. Salvo sus mendas, faltaría más.

Ponernos a la tarea

La revolución eternamente pendiente es la de las actitudes individuales. He ahí el corolario de las últimas columnas que les he disparado a bocajarro para cabreo, seguramente justificado, de quienes ya tienen bastante con su cruz para que les venga un Pepito Grillo de buena mañana a echarles vinagre en la herida. Bien hubiera querido iluminarles el día con tiroliros preñados de optimismo o, en su defecto, con unas hostias dialécticas bien dadas a cualquiera de los peleles de ocasión. Como ya sabrán, soy genéticamente incapaz de lo primero, y aunque tengo cierta maña demostrada en lo segundo, de vez en cuando el estómago moral me pide algo más nutritivo para no tener la impresión de chapotear siempre en la superficie de este charco llamado actualidad.

Lo que he intentado transmitirles —con desigual acierto, a juzgar por algunas reacciones— es que no siempre los demás son los culpables de todo lo que nos pasa. Y no, tampoco me voy al extremo autoflagelante y masoquista de cargar sobre nuestras espaldas el hundimiento del Titanic, la muerte de Manolete o los cuelgues de Windows. Ni tanto ni tan calvo. Solo digo que al simplificar la realidad entre los que la hacen y los que la padecen y, sobre todo, al censarnos entre estos últimos, estamos renunciando a nuestra capacidad para hacer que las cosas cambien.

No hablo de un revolcón a escala planetaria en diez minutos, diez días o diez semanas. Me refiero a pequeños pero firmes pasitos en nuestro entorno inmediato. Echar una mano al de enfrente en lugar de venirnos arriba discurseando sobre la injusticia universal. Dejar de consumir aquello que sabemos a ciencia cierta que ha sido producido por medios nada éticos. Mandar al cuerno a los que viven como Dios de la venta de milagrosas alternativas de humo. Sustituir o, como poco, complementar la queja y la excusa ritual por cuestionarnos si podemos hacer algo. Y si es que sí, ponernos a la tarea.