Los bravos insumisos

Hace treinta años y un día, 57 jóvenes se presentaron voluntariamente ante los gobiernos militares de todo el estado español para declararse insumisos al servicio militar obligatorio. Poca broma con el todavía por entonces desbravadero de mozos patrios que seguía atendiendo al castizo nombre de la mili. Incluso con un gobierno autotitulado de izquierdas, el encabezado por Mister Equis González, el de “OTAN, de entrada no y de salida, menos”, tal osadía se pagaba muy cara. No era solo el puñado de años en una cárcel infecta, sino la muerte civil. Aquellos chavales, muchos de ellos con brillantísimos expedientes académicos y prometedoras expectativas de futuro, se enfrentaban a la inhabilitación para aspirar a una plaza en la administración pública. Y tampoco se lo iban a poner nada fácil en la empresa privada.

Desde luego, les habría salido más a cuenta perder 13 o 18 meses desfilando en Ferrol, Cartagena o Melilla. O haber regalado esa cantidad de tiempo a la versión descafeinada del secuestro, la llamada Prestación Social Sustitutoria, de la que fueron cómplices tantas y tantas organizaciones que hoy seguimos teniendo por justas y benéficas. Sin embargo, esos 57 y muchos cientos que llegaron detrás —hasta 12.000— optaron por el camino más difícil, el que después de un rosario de juicios les llevaba casi con total seguridad a la trena y a la condición indefinida de apestados laborales. Ya quisiera el más gallo de los legionarios descamisados tener la mitad de valentía de estos tipos que, utilizándose a sí mismos como munición, acabaron ganando la batalla de la dignidad. Un millón de gracias por haberlo hecho.

Oda al esfuerzo

En una de las columnas que dediqué a la lotería del informe PISA, especialmente en lo que tocaba al morrazo de los escolares de la CAV, menté la necesidad de reflexionar sobre el esfuerzo. Lo hice a sabiendas de que ahora mismo es lo que Pablo Iglesias denominaría “significante perdedor”. Vamos, que quien lo enarbole como valor no solo no se comerá un colín, sino que resultará sospechoso de pertenecer al fascio y/o la reacción.

Ciertamente, en los ambientes donde se desenvuelve la ortodoxia bienpensante el concepto tiene una pésima fama. Se asocia —muchas veces con buena intención, pero en general, por postureo gandul— a la vetusta máxima “La letra con sangre entra”. No negaré que quede por ahí algún residuo de la (literalmente) rancia escuela que equipare esforzarse con recibir una mano de hostias, pero la vaina no por ahí. Y tampoco por el del sacrificio pseudopurificador ni cualquiera de las formas del masoquismo.

Es una cuestión bastante más simple, diría incluso que primaria y, desde luego, ajena al sufrimiento por el sufrimiento. Se trata, sin más y sin menos, de comprender que para conseguir cualquier cosa hay una cantidad razonable de trabajo que debe hacerse. Es verdad que hay afortunados de cuna a quienes los favores y los logros les caen del cielo. A los demás, que somos la mayoría, nos toca currárnoslo. Tenerlo claro es, de entrada, una buena vacuna contra la intolerancia a la frustración que muestran cada vez más congéneres que lo han tenido todo demasiado fácil. Pero el beneficio no se queda solamente ahí. También es una forma de dar sentido a aquello por lo que nos hemos esforzado.

No más mártires

Miente el refrán. Por lo que se ve y escucha, la sarna con gusto es de largo la que más pica. Los mártires vocacionales, los que subieron por su propio pie y sin mediar provocación al flagelatorio, son los que gimen con mayor estruendo y, por añadidura, teatralidad. “¡Estaría ganando mucho más fuera de la política!”, se desgañitan estos días carneteros de toda sigla y condición ante cada micrófono que se les pone a tiro. Quizá en otro tiempo y en otro lugar, el espectáculo plañidero llamaría a cierta compasión o a esa indiferencia resignada que dispensamos a los plastas de la cuadrilla que convierten en drama un gintonic servido en vaso de tubo en vez de en copa balón. Pero en medio de esta escabechina social que va alfombrando de cadáveres las cunetas del presunto bienestar, cuando uno de cada cuatro titulares de primera página nos hablan de sirlas perpetradas al amparo de un cargo público, la paciencia alcanza el tope. A tres centímetros de la frontera del exabrupto y la pérdida de los modales, llega el momento de pedir a esa caterva de sufridores exhibicionistas que dejen de sacrificarse por nosotros.

Váyanse con viento fresco en tropel y sin esperar un segundo más a vivir esas despampanantes existencias a las que generosamente renunciaron por servir a unos ingratos que no saben reconocer su inmarcesible abnegación. Vuelvan a lavar coches, a atender el teléfono en una oficina de seguros, a dar clases de solfeo, a mandar currículums huérfanos de enseñanza superior, a ser pasantes del bufete familiar o a todas esas envidiables ocupaciones que disfrutaban antes de que su ingenuo idealismo les llevara por el camino equivocado.

Como no quisiera ser tachado de injusto y extremista, aclaro que el mensaje solo es para la cofradía de sollozantes. Aquellas y aquellos que sabían a lo que venían y no andan haciendo pucheritos por las esquinas —la mayoría, espero— siguen haciendo falta. Más, si cabe.