No más mártires

Miente el refrán. Por lo que se ve y escucha, la sarna con gusto es de largo la que más pica. Los mártires vocacionales, los que subieron por su propio pie y sin mediar provocación al flagelatorio, son los que gimen con mayor estruendo y, por añadidura, teatralidad. “¡Estaría ganando mucho más fuera de la política!”, se desgañitan estos días carneteros de toda sigla y condición ante cada micrófono que se les pone a tiro. Quizá en otro tiempo y en otro lugar, el espectáculo plañidero llamaría a cierta compasión o a esa indiferencia resignada que dispensamos a los plastas de la cuadrilla que convierten en drama un gintonic servido en vaso de tubo en vez de en copa balón. Pero en medio de esta escabechina social que va alfombrando de cadáveres las cunetas del presunto bienestar, cuando uno de cada cuatro titulares de primera página nos hablan de sirlas perpetradas al amparo de un cargo público, la paciencia alcanza el tope. A tres centímetros de la frontera del exabrupto y la pérdida de los modales, llega el momento de pedir a esa caterva de sufridores exhibicionistas que dejen de sacrificarse por nosotros.

Váyanse con viento fresco en tropel y sin esperar un segundo más a vivir esas despampanantes existencias a las que generosamente renunciaron por servir a unos ingratos que no saben reconocer su inmarcesible abnegación. Vuelvan a lavar coches, a atender el teléfono en una oficina de seguros, a dar clases de solfeo, a mandar currículums huérfanos de enseñanza superior, a ser pasantes del bufete familiar o a todas esas envidiables ocupaciones que disfrutaban antes de que su ingenuo idealismo les llevara por el camino equivocado.

Como no quisiera ser tachado de injusto y extremista, aclaro que el mensaje solo es para la cofradía de sollozantes. Aquellas y aquellos que sabían a lo que venían y no andan haciendo pucheritos por las esquinas —la mayoría, espero— siguen haciendo falta. Más, si cabe.

Vete a casa

Ustedes, claro, ni idea de quién es un tal Pablo Martín Peré. Como yo hasta ayer mismo, cuando me lo encontré por casualidad en el tuit plañidero de un congénere suyo de esos que pasan directamente de delegado de curso a secretario de juventudes y de ahí a vieja gloria del aparato sin haber cotizado por cuenta ajena en su pinche existencia. ¿Que por qué deberíamos conocerlo? Ciertamente, el gachó no ha hecho absolutamente nada digno de mención ni se espera que lo haga, pero las circunstancias y el tinglado institucional en que estamos atrapados nos convierten en financiadores de sus necesidades y sus vicios. Es de sus impuestos y de los míos de donde sale el pico que este prenda se embolsa todos los meses por representarnos —es un decir— en el Congreso de los Diputados. Su ignota labor nos sale por 4.637,73 euros cada vez que cambiamos la hoja del calendario. Eso, suponiendo que no perciba otras gabelillas por bostezar en esta o aquella comisión. Dietas y gastos de transporte aparte, faltaría más.

A primera vista, y teniendo en cuenta cómo va el patio, no parece que esté mal, ¿verdad? Pues díganselo a él, pero en voz baja, que está que fuma en pipa a cuenta del pésimo trato que recibe de sus nada comprensivos pagadores, o sea, nosotros. Bajo el lagrimero título “Parlamentarios españoles: nuestra verdad”, el escocido Calimero de las Cortes se ha cascado una kilométrica entrada en su blog donde rezonga sin cuento por el escaso aprecio que dispensamos a sus desvelos continuos por el bien común. Que si no cobra un sueldo sino una “asignación constitucional”, que si en otros estados de Europa la retribución es mayor, que si viajan en preferente porque les sale más barato que en turista… Todo excusas no pedidas del mismo pelo que hasta a alguien como servidor que no comulga con la idea de que los políticos son unos jetas le hacen saltar: Pablo, deja de sacrificarte por mi. Vete a casa.

241.840 euros

Inspiren, espiren. Háganlo muy suavemente. Unan los dedos pulgares e índices de las dos manos haciendo con ellos un círculo, mientras piensan que son un junco hueco. Repítanselo un par de veces. Inspiren, espiren. ¿Lo han hecho? Pues ya puedo soltárselo de golpe: María Dolores de Cospedal, número dos del Partido Popular, presidenta también de la formación de la gaviota en Castilla-La Mancha, cobró el año pasado 241.840 euros. Como lo están leyendo. La que en junio de este mismo año definió al PP como “el partido de los trabajores” se echa al coleto cada mes más de veinte mil euros. A hacer puñetas los efectos de los ejercicios de relajación, ¿no?

Y menos mal que la mayoría de ustedes ya conocían el dato y llevan horas haciéndose cruces con y por él. Doscientos cuarenta y un mil ochocientos cuarenta euros. Impresiona todavía un poco más escrito en letra. Lo difícil es decidir si indignan más los 74.000 que percibe por su condición de senadora o los ¡167.000! que le apoquina religiosamente su partido, ése que hace grandes -y ya se ve que vacías- odas a la austeridad, el esfuerzo, la ética y lo que te rondaré, morena. Si eso saliera de las cuotas de los afiliados (menuda cara de primos se les habrá quedado al enterarse), de lo suyo gastarían. Pero no. El doble salario de la marajá manchega se paga del mismo escote que ponemos para carreteras, medicinas o esas ayudas de emergencia social que los ayuntamientos han dejado de dar por falta de fondos.

Corrupción blanca

Lo tremendo es que cada vez que uno de estos escándalos nos sonrojan y nos ponen al borde de la taquicardia, sus lucrados protagonistas entonan la misma cantinela. “¡Demagogia!”, proclaman, disfrazados de víctimas ofendidas, y aún tienen el marmóreo rostro de soltarnos que nos hacen precio de amigo y que en la empresa privada estarían cobrando mucho más. Y la cosa es que no mienten del todo. Las sinecuras que aguardan tras el desempeño de la actividad política, mayormente si se ha tocado pelo gubernamental, suelen ser muy generosas. El crimen perfecto sí existe.

Abandonemos toda esperanza de que algún día desaparezca esta blanca corrupción. Viene de serie con el llamado Estado de Derecho. Los que podrían arrancarla no lo harán por la sencilla razón de que ellos mismos serían los primeros damnificados y nadie tira adoquines contra los ventanales de su propia mansión. Junto a nuestro voto, les damos un cheque en blanco para que anoten la cuantía de su sueldo. Será siempre así. Inspiren, espiren. Recuerden que son un junco hueco.