No más mártires

Miente el refrán. Por lo que se ve y escucha, la sarna con gusto es de largo la que más pica. Los mártires vocacionales, los que subieron por su propio pie y sin mediar provocación al flagelatorio, son los que gimen con mayor estruendo y, por añadidura, teatralidad. “¡Estaría ganando mucho más fuera de la política!”, se desgañitan estos días carneteros de toda sigla y condición ante cada micrófono que se les pone a tiro. Quizá en otro tiempo y en otro lugar, el espectáculo plañidero llamaría a cierta compasión o a esa indiferencia resignada que dispensamos a los plastas de la cuadrilla que convierten en drama un gintonic servido en vaso de tubo en vez de en copa balón. Pero en medio de esta escabechina social que va alfombrando de cadáveres las cunetas del presunto bienestar, cuando uno de cada cuatro titulares de primera página nos hablan de sirlas perpetradas al amparo de un cargo público, la paciencia alcanza el tope. A tres centímetros de la frontera del exabrupto y la pérdida de los modales, llega el momento de pedir a esa caterva de sufridores exhibicionistas que dejen de sacrificarse por nosotros.

Váyanse con viento fresco en tropel y sin esperar un segundo más a vivir esas despampanantes existencias a las que generosamente renunciaron por servir a unos ingratos que no saben reconocer su inmarcesible abnegación. Vuelvan a lavar coches, a atender el teléfono en una oficina de seguros, a dar clases de solfeo, a mandar currículums huérfanos de enseñanza superior, a ser pasantes del bufete familiar o a todas esas envidiables ocupaciones que disfrutaban antes de que su ingenuo idealismo les llevara por el camino equivocado.

Como no quisiera ser tachado de injusto y extremista, aclaro que el mensaje solo es para la cofradía de sollozantes. Aquellas y aquellos que sabían a lo que venían y no andan haciendo pucheritos por las esquinas —la mayoría, espero— siguen haciendo falta. Más, si cabe.