ETA está disuelta a casi todos los efectos, empezando por los más dañinos, que son los que verdaderamente importan. Llegó a reconocerlo el ministro Fernández en uno de sus habituales momentos de euforia lenguaraz, si bien es cierto que después ha venido actuando como si la banda estuviera como un roble. Ya he escrito varias veces que al Gobierno español le interesa, y mucho, mantener la rentable ilusión de una amenaza inexistente que le sirve de tanto en tanto para aparentar fortaleza, contentar (con dudoso éxito) a los hooligans, desviar el foco de otros asuntos y lo que se tercie.
Siendo esto así —lo acabamos de comprobar—, podemos dar por hecho que este modus operandi no va a variar cuando llegue ese comunicado que esperamos entre dentro de un rato y de seis meses, según a qué profeta demos crédito. Como ha ocurrido con todos los anteriores pasos que se vendían como condición innegociable, simplemente, se elevará el listón de la exigencia. Se dirá que no habrá tutía hasta que se pida perdón individualmente, se colabore para esclarecer los atentados no resueltos o se procesione de rodillas a Lourdes. Eso, sin contar con las trabas que se pondrán para hacer efectivo el hipotético desarme. Vayan apostando, como poco, a que no se encontrarán verificadores de confianza.
¿Quiere esto decir que es inútil reclamar la disolución y la entrega de los arsenales? En absoluto. La demanda mantiene intacta su razón de ser. Diría, incluso, que es un mínimo no ya estratégico, sino ético y que no debería acarrear siquiera la perspectiva de una contraprestación. Lo que trato de señalar es que podemos llevarnos un chasco monumental si ciframos todas las esperanzas sobre el fin del bloqueo en el añorado anuncio de despedida y cierre. Cuando llegue, que habrá de llegar, será bienvenido. Pero será mejor que vayamos interiorizando que a esto que llaman proceso de paz le quedará un buen trecho todavía.