Aunque para muchos ha caído en desuso, uno de los principios básicos del periodismo es la comprensión de los hechos sobre los que se va a informar o, si es el caso, opinar. Antes de ponernos frente a los lectores, oyentes o espectadores, es imprescindible tener una idea cabal sobre la cuestión que pretendemos comunicar. Lógica aplastante, ¿verdad? Je, pues aquí me tienen, en el trance vergonzoso de confesarles que me dispongo a escribir de un asunto sobre el no sé ni por dónde me da el aire.
Y no será porque no he puesto empeño, ojo. Les doy mi palabra de que ayer me tragué las casi dos horas de comparecencia de Artur Mas. Tomé notas, repasé la grabación, espié lo que titulaban los colegas, rumié las columnas de urgencia, eché una oreja a las tertulias, puse los cinco sentidos en las reacciones del resto de los portavoces… y sigo en la casilla de salida. No, ni siquiera ahí. Hasta las certezas iniciales se me han ido a hacer puñetas, porque yo albergaba la creencia de que se había convocado una consulta y que se habían previsto vías de salida para el caso altamente probable de que no pudiera realizarse. Daba por hecho que había unos planes B, C, y hasta Z que contaban con el respaldo de las formaciones que se habían embarcado en la empresa.
Pues, por lo visto y oído, no. Lo único que tengo claro (o medio claro, no exageremos) es que la unidad se ha ido a hacer gárgaras. Lo demás es una nebulosa que, para colmo, me da mala espina. Que me corrija alguien con mayor capacidad de discernimiento que la mía, pero juraría que lo que Mas vino a decir ayer es que ya veremos y que todo se andará. O así.
Mi opinión es que todo forma parte del camino a la independencia. En cada etapa, que se alarga todo lo posible en el tiempo, se realiza una propuesta desde el gobierno catalán al gobierno español, que es sitemáticamente rechazada / ninguneada / eliminada / recortada / ilegalizada. Aunque la cosa ya viene de lejos (cesión de competencias pero no de fondos, impedimento de elevar el catalán a lengua oficial de la UE, etc.), el punto que marcó un antes y un después fue el nuevo estatuto de autonomía de Catalunya. A partir de ahí, se ha pedido, sucesivamente, la aprovación del estatuto, la aprobación del estatuto «rebajado» como «constitucional», el pacto fiscal, la inclusión en los presupuestos de partidas acordes con el PIB que genera catalunya o, en su defecto, de la población residente en Catalunya, la celebración de un referéndum, y la celebración de una consulta no vinculante. Todo ha sido en vano. El siguiente paso es, pues, previsible dentro de esta lógica: vamos a realizar elecciones autonómicas, donde los partidos que quieran incluyan un punto programático referente a la declaración de independencia. Y, para estar seguros de que esto es lo que quieren los catalanes, el gobierno catalán preguntará en Catalunya al respecto: «realmente queréis que seamos independientes, o mejor ponemos otra cosa?» En función de la respuesta, los programas electorales van a ser unos u otros. Y, si todavía el gobierno español no lo ha entendido, y sigue con sus negativas, el gobierno catalán seguirá adelante, aunque sin poder pedir una opinión que le ayude a modular su programa. Y elegirá incluir directamente la independencia como punto programático. O, todavía más rápido, el gobierno catalán saldrá al balcón para proclamar unilaterlmente la independencia, «respondiendo a lo que nos parece la voluntad popular» y abrirá un periodo de diálogo con el gobierno español y con la UE, pero ya como país independiente.
Mi opinión es que el gobierno español debe coger al toro por los cuernos, aceptar que el divorcio es ya inevitable, y sentarse a negociar una salida digna para todos, al estilo «yo no me opongo a que te vayas, pero te quedas el 30% de la deuda del reino y no me cobras tarifas de aduana». Algo así. Cualquier otra opción, como ha sucedido hasta ahora, sólo logrará acelerar el proceso.
Pero es sólo mi opinión.