Rajoy en el Congreso de los diputados clamando contra la corrupción y anunciando un ramillete de medidas para —¡a estas alturas!— erradicarla. Es Hannibal Lecter promoviendo la dieta vegana, Simeone abogando por el juego limpio o el director general de Mediaset despotricando sobre la telebasura. Otro récord sideral de la hipocresía pulverizado, sí, pero cuidado, que el presidente español y la santa compaña de la gaviota no son los únicos participantes en estas nauseabundas olimpiadas de las jetas de alabastro y los morros que se arrastran por el suelo.
Bien sé que esta columna me quedaría de cine y sería jaleada con entusiasmo si la dedicara en su totalidad a sacudir al Tancredo de Pontevedra, espolvoreando una gracieta sobre la laminada Ana Mato por aquí y una carga de profundidad sobre cualquier otro zascandil pepero por allí. Mil contra uno a que la mayoría de escritos que verán sobre la cuestión en la prensa no adicta serán del género atizador. No digo que no procedan ni que carezcan de sentido, pero sí que estos textos de carril no van más allá del desfogue momentáneo. Cuando se pasa el efecto balsámico de los adjetivos punzantes contra el pimpampum oficial, todo sigue exactamente igual que antes. Y ahí incluyo lo muchísimo que no se quiere ver ni decir sobre determinados chanchullos, trapicheos y pillajes cuyos perpetradores resultan cercanos. O, peor todavía, la defensa a muerte de esos comportamientos impresentables negando evidencias estruendosas y refugiándose en patéticas soflamas victimistas. Como decía Sartre sobre el infierno, los corruptos y las corruptas son siempre los otros.