Del mismo modo que lo mejor del sol es la sombra y de los partidos de rugby, el tercer tiempo, lo verdaderamente divertido de los debates políticos televisados es lo que viene cuando terminan. Bueno, eso, y ahora con la cosa de las redes sociales, el despiece/despelleje en tiempo real que uno puede marcarse en pijama y zapatillas. Claro que si tengo que elegir, me quedo con lo primero, es decir, con el surfeo salvaje entre el torrente de interpretaciones que todo quisque, incluyendo el que suscribe, le quiere cascar a la peña.
Por encargo de editores y jefes de redacción varios, por pereza creadora —ejem—, motu proprio o simplemente porque la vida es así y no la he inventado yo, que decía el filósofo posthippie Giacobe, las dos horas de blablá originales se convierten en miles de piezas de opinión de todo pelaje. Lo sorprendente, que es también lo entretenido del ejercicio de echarse varias al coleto, es que las versiones de los mismos hechos son diametralmente opuestas.
Palabrita que, si vamos al somnífero cara a cara con el que el bipartidismo español dijo hasta luego —les apuesto lo que quieran a que vuelve—, encontrarán quien sostiene que Sánchez demostró ser un tipo bragado y quien les diga que es un maleducado. A la inversa, no son pocos los que porfían que Rajoy reaccionó como un chulo de barrio cuando le mientan a la madre, pero tampoco faltan los que glosan su descarga como una lección de autoridad ante un mindundi. ¿La verdad? Supongo que todas y ninguna, aunque si debo afinar más, confieso que en realidad me importa una higa. Y no disimulen, que a ustedes les ocurre algo muy parecido.