Un debate político

Qué desastre de comunicador estoy hecho. Resulta que en el debate que humildemente moderé ayer en Euskadi Hoy de Onda Vasca no hubo cachivaches en la mesa, ni tipos sobreexcitados instando a los demás a que no se pusieran nerviosos, ni gráficos de chicha y nabo, ni intercambio de libros estrambóticos. Esperaba, qué sé yo, que alguien pidiera que se escuchara el silencio, se descuajeringase de la risa ante las alusiones, me birlase el papel de árbitro o me propiciase un momento para demostrar que soy el tipo más incisivo del orbe y que reparto comentarios cortantes de perdonavidas a los contendientes.

Ni modo. Todo fue de comunión diaria, con un guión de bloques mondos y lirondos que se respetó por encima de mis expectativas. Temas menores, por demás, como las propuestas sociales y económicas, las visiones sobre el encaje territorial y el autogobierno vasco o las preferencias de pactos electorales. ¿Se podrán creer que los cinco portavoces de las principales fuerzas vascas intercambiaron sus opiniones con la debida contundencia pero sin caer ni una sola vez en la tentación del golpe bajo, pese a que hubo ocasiones propicias?

Pues fue así. De hecho, lo más reseñable pasó fuera de antena. Los gestos cordiales, incluso cariñosos, entre los invitados. Oskar Matute diciéndome que estaba muy elegante con mi camisa a rayas. Las bromas a Roberto Uriarte, que vino el día anterior por equivocación. El lapsus de Aitor Esteban rebautizándome como Lapitz. La espontaneidad de Bea Fanjul y Julia Liberal hablando de su diferencia de edad. Lo demás fue, no sé cómo decirles… un debate político. Soy la vergüenza de mi gremio.

Debates electorales

Debate sobre el debate, he ahí un género ya muy asentado y que reverdece en cada campaña electoral. Si tuviéramos la mitad de memoria de la que presumimos, seríamos conscientes de cómo las posturas de siglas y menganos han sido diferentes según su conveniencia. En general, cuando se se es oposición, se reclama con insistencia y aspavientos el duelo dialéctico, y cuando se es gobierno, se silba hacia la vía y se trata de evitar la confrontación en la medida de lo posible.

En estas últimas anda Pedro Sánchez. Tanto que en su día buscó el lengua a lengua (perdón por la perturbadora imagen mental) con Rajoy, Rivera, Iglesias o quien le pusieran por delante, para andar ahora racaneando los careos. Manda narices, por lo demás, que siendo quien es y defendiendo lo que dice que defiende, el único que había aceptado era un sarao a cinco en una cadena priovada de televisión. Tiene guasa que haya tenido que venir la Junta Electoral Central, con su normativa prehistórica, a poner las cosas en su sitio, borrando a Vox del festejo —favor que le hacen al indocumentado Abascal, que es un manta intercambiando argumentos— y obligando prácticamente a llevar la cosa a la televisión pública, que debió ser la opción de origen. ¿Y debería ser también la única? Por supuesto que no. En esto estoy muy de acuerdo con Pablo Iglesias. Todas las personas que se presentan a unos comicios deberían tener la obligación legal de vérselas con sus adversarios en un número razonable de debates. Otro cantar sería dar con el formato adecuado para que estuvieran representadas todas las opciones sin que los mensajes se perdieran en la polvareda.

Post debates

Del mismo modo que lo mejor del sol es la sombra y de los partidos de rugby, el tercer tiempo, lo verdaderamente divertido de los debates políticos televisados es lo que viene cuando terminan. Bueno, eso, y ahora con la cosa de las redes sociales, el despiece/despelleje en tiempo real que uno puede marcarse en pijama y zapatillas. Claro que si tengo que elegir, me quedo con lo primero, es decir, con el surfeo salvaje entre el torrente de interpretaciones que todo quisque, incluyendo el que suscribe, le quiere cascar a la peña.
Por encargo de editores y jefes de redacción varios, por pereza creadora —ejem—, motu proprio o simplemente porque la vida es así y no la he inventado yo, que decía el filósofo posthippie Giacobe, las dos horas de blablá originales se convierten en miles de piezas de opinión de todo pelaje. Lo sorprendente, que es también lo entretenido del ejercicio de echarse varias al coleto, es que las versiones de los mismos hechos son diametralmente opuestas.

Palabrita que, si vamos al somnífero cara a cara con el que el bipartidismo español dijo hasta luego —les apuesto lo que quieran a que vuelve—, encontrarán quien sostiene que Sánchez demostró ser un tipo bragado y quien les diga que es un maleducado. A la inversa, no son pocos los que porfían que Rajoy reaccionó como un chulo de barrio cuando le mientan a la madre, pero tampoco faltan los que glosan su descarga como una lección de autoridad ante un mindundi. ¿La verdad? Supongo que todas y ninguna, aunque si debo afinar más, confieso que en realidad me importa una higa. Y no disimulen, que a ustedes les ocurre algo muy parecido.