Vaya por delante, y creo haberlo demostrado sobradamente, que estoy muy lejos de ser uno de tantos comecuras acelerados que pastan por la retromodernidad sin caer en la cuenta de que su airada cristofobia es borreguismo con sifón. Me suele ocurrir, de hecho, que mi resistencia a incorporarme a los linchadores de cualquier menudencia sospechosa de tener relación con la Iglesia católica me caricaturiza como un meapilas al servicio de la carcunda episcopal. Sin embargo, hay actitudes de la gran transnacional de la fe con las que no solo no puedo contemporizar, sino que directamente me llevan la bilis al punto de ebullición. La más reciente, el descomunal show que se ha montado alrededor de la canonización de esa lunática con velo que se hacía llamar Madre Teresa de Calcuta.
Cierto: cada club pone sus normas y los no socios poco tienen que decir. La salvedad es que, con o sin carné de la cosa, ha resultado imposible huir de la torrencial lluvia de melaza y cieno a mayor gloria —literalmente— del extravagante icono pop ahora elevado a los altares. ¿Amiga de los pobres? De la pobreza más bien, como denotan sus incontables aleluyas al padecimiento de los infelices. “Hay algo muy bello en ver a los pobres aceptar su suerte, sufrirla como la pasión de Jesucristo. El mundo gana con su sufrimiento”, llegó a decir con un sadismo ególatra del tamaño de las macroleproserías en las que, como han apuntado decenas de testigos presenciales, en lugar de la sanación, se procuraba la muerte más o menos dulce y fotogénica de las víctimas propiciatorias. Si esa es la santidad, quizá resulte más estimulante el infierno.
Como no eres uno de esos comecuras, -como los que, por ejemplo, comentaban en los diarios de extrema izquierda donde resaltaban esas declaraciones, y que tachaban a la santa de perra sarnosa para abajo-, voy a dar el sentido cristiano de esas expresiones tan curiosas.
La santa, se tiró cuarenta años, día tras día, limpiando pus, mierda, y excrecencias varias de decenas de miles de muertos en vida, que hasta su llegada morían, esos sí, como si fueran perros sarnosos, abandonados por todos, y en mitad de la calle.
Solo por ese curriculum podría suponersele un algo de buena voluntad; cualquiera de nosotros, por ejemplo, que no somos Hitler, seríamos incapaces de estar ni un solo día haciendo lo que ella hizo toda su vida.
En la teología católica el sufrimiento que no se puede evitar, tiene, si se une a la Cruz, un sentido salvífico.
Se dice tras la confesión: «La pasión de nuestro Señor Jesucristo, la intercesión de la bienaventurada Virgen María y de todos los Santos, el bien que hagas y el mal que puedas sufrir, te sirvan como remedio de tus pecados, aumento de gracia y premio de vida eterna»
El bien que hagas y el mal que puedas sufrir. Hacer el bien a los demás, y cuando llegue el sufrimiento, y no se pueda evitar, unirlo a la Cruz.
Te gustará más o menos, pero ese es el sentido de esas declaraciones. Y en cuanto a los que sí son comecuras, es decir, la inmensa mayoría de la izquierda española, y de la vasca, simplemente odian a la Madre Teresa de Calcuta porque es católica no progre, y porque luchó contra el aborto.
Nosotros, que no somos Hitler, que somos demócratas y vivimos en una sociedad que aspira a la igualdad, cuidamos los unos de los otros mediante un instrumento llamado «sociedad» al cual tenemos que «vender» nuestro esfuerzo profesional para poder «comprar», los medios, servicios o materiales que, dado el caso, necesitemos para nuestra supervivencia y bienestar.
El gasto en sanidad pública española se «recortó» en 8.500 millones entre 2009 y 2015, mientras que el gasto sanitario privado no deja de crecer, es decir, más desigualdad, más pus y excrecencias.
No necesitamos gente enamorada de la pobreza, necesitamos gente enamorda de la igualdad. No necesitamos llevar a los altares sólo a unos pocos iconos del merchandising católico.
Miles de trabajadoras en dependencia y sanidad trabajan limpiando pus, mierda y excrecencias por un sueldo que no les daría para pagar una operación o tratamiento adecuado a tiempo en el caso de que ellas o sus familiares lo necesitaran. Otros pocos, como la señora Agnes Gonxha, sí se lo pueden permitir y suelen acudir a clínicas privadas donde, pago mediante, reciben asistencia y tratamiento; clínicas en las cuales se puede ver ese crucifijo al que «hay que unir el sufrimiento que no se puede evitar».
Lo que trata en realidad la Iglesia Católica es santificar (ejemplarizar?) esa admisión del sufrimiento como inevitable y la correspondiente sumisión ante la injusticia que ello conlleva. Ese sentimiento salvífico ante el sufrimiento inevitable (¿por quien?) viene muy bien para los que lo han provocado. Se sienten salvados.
Sí, evidentemente, es mejor atender al necesitado que no atenderlo, pero mejor es no provocar esa necesidad, evitarla. Y mejor todavía sería luchar con todo el poder que sea necesario, que la Iglesia tiene mucho, contra el causante de ese supuesto inevitable sufrimiento, en vez de estar de su parte. Eso sería salvífico para muchas más personas, que además, serían más felices en este mundo, también de Dios.