Pues con la tradicional pitada al himno español y el Alavés vendiendo cara su piel ante el todopoderoso Barça, se acabó lo que se daba en materia balompédica en nuestros pagos. Este año ni nos queda el entretenimiento de los playoffs de segunda B, esa lotería que casi nunca toca por aquí. Les aseguro que no lo voy a echar de menos. Si algo constato de fin de temporada en fin de temporada es que mi apego por el fútbol va cuesta abajo en la rodada. De hecho, empieza a ser un misterio para mi que no se produzca una desbandada general entre el respetable al que no dejan de faltarle al respeto.
¿Será también porque la afición lo permite? Diría que va por ahí, y no quisiera llegar al escalón superior, ese en que el hincha se convierte en cómplice. Cuando se compra sumisamente cada año la nueva camiseta a un precio mil veces por encima del de coste. O en el momento de tragar con el estrafalario baile de horarios y la no menos disparatada asignación de árbitros. O al perdonar, minimizar o incluso defender al ídolo local que fuera del campo tiene comportamientos deplorables.
Sí, también los que nos creemos diferentes. Qué indignación hirviente, qué rabia infinita, qué sentimiento de traición cuando uno de esos consentidos de la grada, que no es más que un profesional, acepta un cheque más gordo y cambia de colores. Menudo contraste con el momento en que se decide que el tipo en cuestión ha dejado de servir a la causa. Entonces, ahí se busque la vida, venga unos aplausos de trámite, cuatro elogios con sabor a pésame y una palmadita en la espalda. Diría Helenio Herrera que el fútbol es así. Pero no me gusta.