Lo del desahucio de la momia de Franco de su pesada tumba de mármol en el Valle de los Caídos está siendo, casi literalmente, un pan hecho con unas hostias. O, como poco, la enésima prueba de que las buenas intenciones son las que alicatan hasta el techo el infierno. Claro que quizá sea, sin más, una lección para los aprendices de brujo que pensaron en un birli-birloque facilón para salir a hombros y se encuentran ahora con que lo que pretendían arreglar —¡con más de cuarenta años de retraso!— se les ha puesto más jodido de lo que estaba. Malo era, en lo simbólico, que los restos (o sea, los residuos) del dictador estuvieran en Cuelgamuros, pero es todavía peor que hallen cobijo en La Almudena, corazón, como quien dice, de Madrid, y lugar perfecto para montar centro de peregrinación de franquistas mayormente retrospectivos.
¿Y esto quién lo arregla? Pues parece que la Iglesia de Roma iba a mover sus hilos desde las tinieblas, siguiendo su costumbre, hasta que entró en juego la torpeza de la vicepresidenta española Carmen Calvo, aquella ministra de Zapatero con profundidad intelectual de pozo séptico y a la que los años no han mejorado. Sorprende que haya quien la presente como una Indira Gandhi rediviva, cuando no llega ni a administradora de comunidad de vecinos de teleseirie. Solo a una osada ignorante de todo, y en particular, de lo que sabe hasta una criatura de siete años de la diplomacia vaticana, se le ocurre bocachanclear que ha llegado a un acuerdo con sus reverendísimas eminencias. Les faltó tiempo a los mitrados para negarlo todo, y a ella, para volver a afirmarlo. Y lo que nos queda, me temo.