Leo que el PSOE va a presentar esta misma semana una proposición no de ley para que el Defensor del Pueblo se encargue de la investigación de los miles de casos de abusos sexuales a menores en el seno de la Iglesia española. Probablemente sea una buena vía, no diré yo que no. Es perfectamente compatible, por ejemplo, con la iniciativa que registró ayer el PNV en el Congreso solicitando que la investigación se encargue a un grupo independiente formado por personas expertas. Y, por qué no, también con la primera de las propuestas en orden cronológico, la de EH Bildu, ERC y Unidas Podemos, que se decantaban por el formato clásico de las comparecencias y las interpelaciones de sus señorías.
Puesto que hay tanto acuerdo, lo importante es que se hinque de una vez el diente a la cuestión. Estos prolegómenos están oliendo a lo de siempre. Se diría que se prima el lucimiento y las ansias de anotarse el tanto antes que el esclarecimiento de uno de los peores episodios de nuestra historia reciente. Hablamos de decenas de miles de víctimas a lo largo de un periodo que no sabemos hasta dónde llega. Muchas de aquellas criaturas que fueron impunemente vejadas por religiosos tienen hoy cuarenta, cincuenta, sesenta años y siguen sin ser capaces de hablar de ello. Solo con cuentagotas aparecen nuevos testimonios. Todo, con la jerarquía eclesial y sus terminales mediáticas resistiéndose con uñas y dientes a la investigación bajo el miserable argumento de que «fueron casos aislados» o la excusa de que también se producen en otros ámbitos. Hay una deuda con las víctimas. La política tiene que estar a la altura.
A mí personalmente me parece una decisión acertada, la de que la comisión la presida el Defensor del Pueblo. Recuérdese que su actual titular, Ángel Gabilondo, fue elegido para su cargo por consenso y estaría bien que, ante un asunto que tiene todas las papeletas para que se den todo tipo de actitudes de politicastros –los cuales únicamente desean erosionar al partido de enfrente para extraer rédito electoral, importándoles un pito el verdadero problema de la pederastia–, realmente existiese una especie de acuerdo de origen entre, al menos, los partidos mayoritarios.
Coincido también en que la verdadera clave es que esa comisión empiece ya, con unas funciones y calendario claro, y sin precipitaciones (lo cual no está reñido con dejar el tema «abierto para siempre»). Aunque se dice, y no sólo en España sino también en Holanda, Inglaterra (¿recuerdan al superlativo cínico personaje de sir Humphrey en las grandes series inglesas de TV «Sí, ministro» y «Sí, primer ministro»?), etc que si se desea enterrar un tema, móntese una comisión, el presente caso tiene todos los visos de ser tan serio que su funcionamiento ha de ser irreprochable, sin que miembros de la misma, so pretexto de serlo y actuando desde dentro de la misma, saboteen pruebas o lleven a cabo actitudes similares de torpedeo. Asimismo debería respetarse (costará hacerlo, por lo que va a oírse, pero es que procede) la presunción de inocencia.
Otra ventaja además de que participe el Defensor del Pueblo son las posibilidades de recursos judiciales que puede interponer (incluido ante el Tribunal Constitucional), su –al menos teórica– independencia y que pueda iniciar las averiguaciones e incluso exigir que las Administraciones públicas remitan una serie de documentos, que (ojalá me equivocara) en muchos casos sus titulares (no sólo pero también eclesiásticos) van a ser muy renuentes a entregar.
Mencionar, por último, dos elementos capitales en este desgraciadísimo asunto: 1) la barbaridad del mantenimiento del celibato entre sacerdotes (si no causa, sí factor fundamental de este espanto); y 2) esa creencia, intrínseca en las iglesias –no sólo en la católica– de que esto son «trapos sucios» (!) «que hay que lavar en casa» (!) y que pidiendo perdón (!) –hoy mismo, así lo ha solicitado el Papa emérito Benedicto XVI– ya es suficiente. Pues no.