Vaya por delante que no estoy abonado a la exageración que sostiene que hay una especie de guerra civil entre las alegres y combativas muchachadas de la izquierda abertzale, o como demonios quiera que haya que denominarla ahora. Desde luego, es noticia que se anden mentando la madre cada vez con menos disimulo y más intensidad verbal o, incluso, que se casquen en la calle y se amenacen mutuamente con darse para el pelo. También lo es que, como ha ocurrido en Hernani, los ahora díscolos se pongan respondones ante sus antiguos mayores de referencia y les monten contra la ordenanza una txosna que, hasta donde uno sabe, no ha sido retirada; cómo mola lo de ver a según quién probar su propia medicina. Son evidentes signos de gresca con pinta de ir a más en el recién inaugurado verano, pero no creo que el asunto vaya mucho más lejos. Y tampoco lo deseo, aclaro.
Otra cosa es que, con las canas que llevo acumuladas, no haya estado a punto de morirme de la risa al escuchar a Arnaldo Otegi que las bravas criaturas agrupadas bajo las siglas GKS tienen tanto que ver con EH Bildu como con el PNV o el PSE. Creo que, más por desgracia que por suerte, nos conocemos lo suficiente como para tener claro, más allá de cinismos cósmicos y jetas de alabastro, que la teta que amamantó a los ahora peleados fue la misma. Tanto es así que, en lo básico, los tales GKS y Ernai, los alevines oficiales, coinciden en prácticamente todo, desde tener como héroes gloriosos a asesinos múltiples al gusto por pintarrajear batzokis o casas del pueblo, pasando por el apoyo ciego a Putin en su genocidio de Ucrania.