Incorregibles

Somos incorregibles. Lo anoto así, en plural con amplia tejavana, pero son libres de excluirse si, tras el oportuno examen de conciencia, no se sienten concernidos. Hablo de nuevo sobre lo que la tragedia de los Alpes está revelando respecto a la condición humana. Por ejemplo, que su suspicacia en determinadas cuestiones es de talla XXL y, por supuesto, reversible. Nos escama una cosa y la contraria. ¿Que sale el fiscal de Marsella a darnos pelos y señales apenas 48 horas después de la caída del avión? Eso es porque nos quieren vender una moto y llevarnos del ronzal con una teoría que interesa a los poderosos. Coloquen la mano en el corazón y traten de imaginar lo que estaríamos mascullando si solo hubieran aparecido portavoces de rigor a decirnos que se están investigando todas las hipótesis y que es muy pronto para aventurar lo que pasó. Efectivamente, no tendríamos la menor duda de que se nos oculta la verdad… y de nuevo volveríamos a aludir a los intereses de los poderosos.

Ciertamente, es muy saludable poner en cuarentena las versiones oficiales y mantenerse en guardia para que no nos la den con queso. De hecho, si actuáramos con esa desconfianza metódica ante determinados potitos que se tragan sin rechistar, otro gallo nos cantaría. Pero instalarse en la conspiranoia con boina a rosca da un poco el cante. O bueno, eso creía yo. Para mi pasmo, las conjeturas abracadabrantes sobre las que ironizaba en mi columna anterior siguen en vigor con leves correcciones… al alza, como que el desequilibrio del copiloto fue provocado por la tremenda presión a la que le sometía su empresa. Me rindo.

Los que sabían

¿Siniestro deliberado? ¿Que al copiloto del vuelo Barcelona-Dusseldorf se le fue la olla (o no) y provocó la muerte de 150 personas, incluido él mismo? Bueno, eso será la opinión del fiscal de Marsella y de los investigadores después de haber atendido a minucias como el análisis de la caja negra o el trabajo de campo sobre el terreno. Muy respetable y todo lo que quieran, pero se trata de una imposición fascista, que vulnera el derecho inalienable de cada ciudadanx (ahora se escribe así, con equis supermolona e igualitaria de género topeguay) a tener su propia teoría. Una persona, una hipótesis, qué menos, ¿no?

Una… o varias, que en Twitter y en las tertulias, que es donde se concentran los auténticos peritos de todo —tanto da protocolos sobre el Ébola que sistemas de frenado de trenes de alta velocidad—, nos han suministrado en vena diversos teoremas sobre lo ocurrido. Era difícil escoger. Yo, por ejemplo, me debatía entre dos de las que han tenido más predicamento. Una sostenía, con un par, que los pilotos de ahora no tienen ni puta idea de manejar aviones porque llevan la cabina llena de aparatejos informáticos que trabajan por ellos. La otra, más pedestre y de carril —y por eso mismo, de mayor éxito—, proclamaba que los perversos fletadores de vuelos loucós dejan sin engrasar dos de cada cinco tornillos, revisan las partes vitales de Pascuas a Ramos, y reparan los desconchones en el fuselaje con papel Albal. Y claro, así pasa lo que pasa, maldito capitalismo sin entrañas, te vas a enterar cuando el personal se empodere y le salgan alas. ¿Siniestro deliberado? ¡Ja, eso habrá que verlo!

Periodismo sin alma

Cada vez que hay una tragedia, aborrezco mi profesión. Me ocurre desde que era un tribulete imberbe, y durante un tiempo albergué la esperanza de que los años me harían desarrollar una coraza contra este sentimiento en el que se mezclan, no sé en qué proporciones, la vergüenza ajena, el asco, la rabia, la impotencia… y las dudas sobre mi propia capacidad para ejercer un oficio tan desalmado. Compruebo horrorizado que es al revés: conforme colecciono canas y arrugas, el daño que me provoca ese cóctel es mayor.

Me ha servido para la enésima confirmación el accidente del Airbus Barcelona-Dusseldorf. De nuevo hemos asistido a la cacería inmisericorde de familiares angustiados para arrancarles, a modo de trofeo, unas lágrimas, unos balbuceos, o siquiera un gesto de desesperación para adornar una portada o el directo en la tele. ¿De cuánta inhumanidad hay que estar alicatado para ser capaz de acosar sádicamente a personas en estado de shock que ni saben por dónde les da el aire?

Sí, conozco la respuesta al uso. Que más cornadas da el hambre, que qué va a hacer un pobre jornalero del micro y la cámara, y que la culpa es de los editores o los jefes de redacción, que exigen carnaza. Y también me consta que los aludidos escurrirán el bulto con la martingala de lo chungalí que está el mercado o, como gran comodín, acusarán al público de no conformarse más que con casquería sanguinolienta o sentimentalona. No digo que no haya unos gramos de verdad en tales excusas, pero la mayoría de los que abrevamos en la alberca esta de la información sabemos que si quisiéramos, podríamos evitar ciertos espectáculos.