En medio de la repetición ritual del día de la marmota política y naderías por el estilo, te golpea una noticia de las que de verdad te hacen distinguir el trigo de la paja. Ha muerto un tipo, año arriba o abajo, de tu edad. Y no uno cualquiera con el que te cruzabas de vez en cuando o que te sonaba vagamente. Qué va, se trata de alguien que, sin ser exactamente un amigo o un conocido cercano, forma parte de tu currículum vital, sentimental y profesional. Una persona, por demás, que en tu disco duro se representa como eternamente joven.
Da igual que no hace demasiado hubiera visto imágenes de Iñigo Muguruza con los rastros evidentes de la cabrona enfermedad que se lo ha llevado. En mi cabeza siempre se aparecía casi con cara de niño, guitarra en ristre y, qué curioso, en blanco y negro, supongo que en consonancia con aquellos días grises que vivimos peligrosa e inconscientemente. O bueno, a lo mejor no tanto, que algo me dice que la nostalgia es una lupa de aumento o, casi peor, uno de esos espejos deformantes de las ferias de antaño. De hecho, bastante de lo que se está diciendo y escribiendo a raíz de la muerte del Iñigo me suena un tanto a cantar de gesta exagerado. Y. ¡ojo!, no por él, sino por la época —unos años guarros de plomo, paro, caballo y pelotazos en varias acepciones de la palabra— y, especialmente, por los autores de los ditirambos. De pronto, un fulano con Audi A8, segunda residencia en Jaca y reserva quincenal en un tres estrellas Michelín te cuenta que él también dio patadas al aire al ritmo de Sarri-Sarri. Al escucharlo, sientes el peso de treinta y pico calendarios. DEP, Iñigo Muguruza.